Luego que hubieron ganado a estos jóvenes y que hablaron sobre ello con los Aquilios, resolvieron hacer un abominable juramento, que fue matando un hombre libar con su sangre y poner la mano sobre sus entrañas. Dirigiéronse después a la casa de los mismos Aquilios, la cual, como entonces lo habían menester para lo que meditaban ejecutar, estaba en paraje solitario y reservado. No echaron de ver a un esclavo llamado Vindicio, que se escondió dentro de ella, no con designio de observarlos o porque hubiese rastreado algo de lo que se tramaba, sino que hizo la casualidad que se hallase allí, y advirtiendo que iban con apresuración, temeroso de que le viesen, se echó en el suelo, poniendo delante de sí un cajón que allí estaba; de manera que pudo ver todo lo que se hacía y oír lo que se trató. Determinaron, pues, dar muerte a los cónsules, y escribiendo una carta para Tarquino, en que se lo participaban, la entregaron a los mensajeros, los cuales habitaban allí mismo, siendo huéspedes de los Aquilios, y se habían hallado presentes al acto de la conjuración. Luego que hecho esto se retiraron, saliendo Vindicio, no creyó que debía contentarse con saber él sólo lo que ocurría; pero estaba en gran perplejidad, pareciéndole muy duro, como lo era, acusar a unos hijos ante su padre Bruto, o a unos sobrinos ante su tío Colatino; y de particulares no tenía ninguno por seguro para tan grandes arcanos. Mas pudiendo antes avenirse a todo que a callar, estimulado de la conciencia de tal atentado, resolvió dirigirse a Valerio, incitándole a ello principalmente la popularidad y humanidad de éste, por ser un hombre siempre afable con cuantos a él acudían, que para todos tenía abierta su casa, y nunca negó a los desvalidos o el habla o sus beneficios.