Luego que los cónsules apaciguaron el tumulto, y que Valerio dio orden de que se trajese a Vindicio de su casa, entablada la acusación, se leyeron las cartas, sin que los acusados se atreviesen a replicar ni una sola palabra. En todos fue muy grande la consternación y el silencio: algunos, en obsequio de Bruto, propusieron el destierro, y concurrieron a dar alguna esperanza, Colatino, con no poder contener las lágrimas, y Valerio, con callar; pero Bruto, llamando por sus nombres a sus hijos: “Ea, Tito- dijo-, y tú Tiberio, ¿por qué no os defendéis de la acusación?” Como nada respondiesen, preguntados tres veces, entonces, vuelto a los lictores: “Aquí nadie tiene ya qué hacer- les dijo- sino vosotros”. Echando, pues, mano a los jóvenes, rasgáronles las ropas, atáronles las manos a la espalda, y con varas hirieron sus cuerpos, no pudiendo los demás ver semejante espectáculo, ni teniendo corazón para ello; mas de Bruto es fama que no volvió sus ojos a otra parte, ni por compasión hubo mudanza en la iracundia y severidad de su semblante, sino que se mantuvo mirando con fiereza hacia los hijos mientras se les castigaba, hasta que los lictores los derribaron en el suelo, y con la segur les cortaron la cabeza. A los demás los puso bajo la potestad de su colega, con lo que se levantó, y se fue: habiendo ejecutado un hecho que ni se niega a ser alabado extraordinariamente si se quiere ni tampoco a ser reprendido; porque o lo sublime de su virtud elevó el alma hasta hacerla impasible, o la vehemencia del enojo la condujo a una completa insensibilidad: uno y otro es grande y fuera de lo humano, lo primero como cosa divina, y lo segundo de fieras; pero más justo es inclinarnos en nuestro juicio a la obra de tan gran varón, que no rebajar de mérito tanta virtud con nuestra pequeñez, pues los Romanos mismos opinan que no hizo tanto Rómulo en fundar la ciudad como Bruto en establecer y consolidar tal gobierno.