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Introducido a la presencia del rey, le adoró y quedó en silencio; entonces mandó el rey al intérprete que le preguntase quién era, y preguntándoselo éste, dijo: “Te presento ¡oh rey! en mí a Temístocles Ateniense, un desterrado a quien los Griegos persiguen, y que, si a los Persas causó muchos males, todavía les dispensó mayores bienes con impedir la persecución, cuando, puesta en seguridad la Grecia, pudo salvar sus cosas propias, y haceros al mismo tiempo algún servicio. Por mí estoy aparejado a todo lo que mis actuales desgracias pueden exigir, viniendo preparado a recibir tus favores, si ya me miras benignamente, o a pedirte que temples tu ira, si todavía te conservas enojado. Mas tú, valiéndote del testimonio de mis enemigos sobre los beneficios que a los Persas he hecho, aprovecha más bien mis infortunios para dar muestras de tu virtud, que para satisfacer tu enojo; porque en mí salvas a un rogador tuyo, y pierdes a un enemigo que ya soy de los Griegos”. De aquí pasó después Temístocles con el discurso a la relación de su ensueño en casa de Nicógenes y al vaticinio de Zeus Dodoneo, como que enviado del dios al que llevaba igual nombre, desde luego se había propuesto venir ante él, porque ambos eran grandes y se llamaban reyes. Oyólo el Persa, y por entonces nada le respondió, pasmado de su resolución y su osadía; pero con sus amigos se daba el parabién, como en la mayor prosperidad, haciendo plegarias a Arimanes para que inspirara siempre iguales pensamientos a sus enemigos, de ir así desechando los hombres de más provecho entre ellos, y se dice que hizo sacrificio a los Dioses, e inmediatamente tuvo banquete, y en aquella noche se le oyó gritar por tres veces, entre sueños: “Tengo en mi poder a Temístocles Ateniense”.

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