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Era su acusador Lucio Apuleyo, y el delito, haberse apropiado los despojos etruscos, diciéndose que se veían en su casa ciertas puertas de bronce. El pueblo estaba muy irritado, y era indudable que bajo cualquier pretexto iba a dar sentencia contra él. Congregando, pues, a sus amigos, sus compañeros de armas y sus colegas de mando, que eran en gran número, les hizo la súplica de que no le abandonasen viéndole molestado con injustas acusaciones y hecho el juguete de sus enemigos. Cuando vio que los amigos, habido consejo y deliberación entre sí, le dieron por respuesta que en su causa ningún auxilio podían prestarle, y, sólo si se le impusiese alguna multa la pagarían, no pudiendo aguantar más, determinó, en aquel acaloramiento de la ira, retirarse y huir de la ciudad. Saludando, pues, a su mujer y a su hijo, se dirigió por la ciudad con gran silencio a la puerta; allí se paró, y vuelto hacia aquella, levantando las manos al Capitolio, hizo a los Dioses la plegaria de que si no era justa su difamación y su ruina, sino efecto solamente del encono y de la envidia, tuvieran que arrepentirse pronto de ella los Romanos, y viera todo el mundo que echaban menos y sentían la ausencia de Camilo.

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