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Había entre los jóvenes un Poncio Cominio, de los medianos en linaje, pero codicioso de honra y de gloria; éste se ofreció voluntario para la empresa, pero no quiso llevar cartas para los del Capitolio no fuese que, cayendo él en manos de los enemigos, se informaran por ellas de los intentos de Camilo. Llevando, pues, un vestido pobre, y bajo él unos corchos, la primera parte del camino la anduvo por el día sin recelo; pero llegado cerca de la ciudad a la hora en que ya había oscurecido, viendo que no había cómo pasar el puente, porque lo guardaban los bárbaros, echándose a la cabeza la ropa, que no era mucha ni pesada, y apoyando el cuerpo en los corchos, con lo que le aligeró para hacer la travesía, aportó así a la ciudad. Luego, evitando los cuerpos de guardia, cuyos puestos conjeturaba por la conversación y por el ruido, se encaminó a la Puerta Carmental, donde había más quietud; y donde junto a ella la altura del Capitolio es más pendiente, y hay una roca escarpada que le rodea, por allí subió oculto, y llegó hasta donde estaban los que guardaban el vallado, no sin gran dificultad, y por la parte más abrupta. Saludándolos, pues, y diciéndoles su nombre, le recibieron y le condujeron ante los magistrados romanos. Congregóse al punto el Senado, y, presentándose en él, refirió la victoria de Camilo, de que antes no tenían noticia, y expuso lo que los soldados tenían tratado, exhortándolos a que confirmasen el mando a Camilo, como que a él sólo obedecerían los ciudadanos que se hallaban fuera. Oyéronle, y puestos a deliberar, nombraron dictador a Camilo, y despacharon a Poncio, que, con la misma buena suerte, se volvió por el propio camino, porque no fue percibido de los enemigos, y dio cuenta a los ciudadanos de afuera de lo resuelto por el Senado.

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