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No logró, sin embargo, persuadir a Flaminio, el cual, diciendo no sufriría que la guerra se acercase a Roma, ni como el antiguo Camilo pelearía en la ciudad por su defensa, dio orden a los tribunos para que saliesen con el ejército, y marchando él a caballo, como éste sin causa ninguna conocida se hubiese asombrado y espantado de un modo extraño se venció y cayó de cabeza; mas no por esto mudó de propósito, sino que llevando adelante el de ir en busca de Aníbal, dispuso su ejército junto al lago de la Etruria llamado Trasímeno. Viniendo los soldados a las manos, al propio tiempo de darse la batalla hubo un terremoto, con el que algunas ciudades se arruinaron, las aguas de los ríos mudaron su curso, y las rocas se desgajaron desde sus fundamentos, y sin embargo de ser tan violenta esta convulsión, absolutamente no la percibió ninguno de los combatientes. El mismo Flaminio, después de haber hecho los mayores esfuerzos de osadía y de valor, pereció en la batalla, y a su lado lo más elegido; de los demás que volvieron la espalda, fue grandísima la mortandad; los que perecieron fueron quince mil, y los cautivos, otros tantos. El cuerpo de Flaminio, a quien por su valor ansiaba dar sepultura y todo honor Aníbal, no se pudo encontrar entre los muertos, sin que se hubiese podido saber cómo desapareció. La pérdida de la batalla del Trebia ni en su aviso la escribió el general, ni la dijo el mensajero enviado a la ligera, sino que se fingió que la victoria había sido incierta y dudosa. Mas en cuanto a ésta, apenas llegó de ella la noticia al pretor Pomponio, cuando, reuniendo en junta al pueblo, sin usar de rodeos ni de engaños, salió en medio de ellos, y “Hemos sido vencidos ¡oh Romanos!- les dijo- en una gran batalla: el ejército ha sido deshecho y el cónsul Flaminio ha perecido; consultad, por tanto, sobre vuestra salud y seguridad”. Arrojando, pues, este discurso como un huracán en el mar de tan numeroso pueblo, causó gran turbación en la ciudad, y los ánimos no quedaron en su asiento, ni podían volver en sí de tanto asombro. Convinieron, sin embargo, todos en este pensamiento: que el estado de las cosas exigía de necesidad el mando libre de uno solo, al que llaman dictadura, y un hombre que lo ejerciera imperturbable y confiadamente, y que éste no podía ser otro que Fabio Máximo, el cual reunía una prudencia y una opinión de conducta correspondientes a la grandeza del encargo, y era además de una edad en la que el cuerpo está en robustez para poner por obra las resoluciones del ánimo, y al mismo tiempo la osadía está ya subordinada a la discreción.

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