Sólo el mismo Marcio se mostraba sereno e imperturbable en su continente, en sus pasos y en su semblante; y mientras los demás sufrían, él sólo se ostentaba impasible; no por reflexión o apacibilidad, ni porque estuviese resignado a lo que le sucedía, sino más bien agitado de ira y de impaciencia, lo cual engaña a muchos que no comprenden que aquello es otra forma de pesar. Porque cuando éste se convierte en saña, como si diera calentura, entonces se pierde el abatimiento y la inmovilidad, y el iracundo aparece esforzado, al modo que fogoso el calenturiento, como si el alma estuviese alterada, tirante y conmovida. Así es que muy luego dio muestras Marcio de esta disposición; porque entrando en su casa se despidió de su madre y su mujer, a las que encontré muy afligidas y llorosas; y exhortándolas a llevar con valor aquel trabajo, marchó sin detenerse, y se encaminó a las puertas de la ciudad. De allí, adonde le habían acompañado todos los patricios, sin tomar nada ni hacer algún encargo, se puso en camino, no llevando consigo sino tres o, cuatro de sus clientes. Por unos cuantos días estuvo en una de sus posesiones, revolviendo en su ánimo diferentes ideas, cuales el enojo se las sugería, y no pensando nunca cosa buena o conveniente, sino cómo haría a los Romanos arrepentirse, resolvió, por fin, ver el modo de suscitarles una guerra peligrosa y cercana. Encaminóse, pues, antes que a otra parte a tentar a los Volscos, sabedor de que estaban florecientes en gente y en dinero, y teniendo por cierto que con las derrotas poco antes sufridas no se había disminuido tanto su poder, como se habían aumentado su emulación y su encono.