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Apoderado de la ciudadela, no le sucedió lo que a Dion, ni guardó respeto a aquel sitio por su belleza y por lo costoso de sus edificios, sino que, evitando la sospecha con que primero se calumnió a aquel, y después se le perdió, hizo echar pregón de que aquel de los Siracusanos que quisiera se presentara con su piqueta y tomara parte en la destrucción de aquellos baluartes de la tiranía. Como todos hubiesen concurrido, tomando como principio seguro de la libertad el pregón aquel y aquel día, no sólo destruyeron y derribaron el alcázar, sino también las casas y monumentos de los tiranos. En seguida hizo limpiar e igualar el suelo, y edificó allí los tribunales, congraciándose así más con los ciudadanos, y sobreponiendo la democracia el despotismo. Advirtió, luego de tomada la ciudad, que carecía de ciudadanos, habiendo perecido unos en las guerras y tumultos, y habiendo huido otros de las sucesivas tiranías; así la plaza pública de Siracusa había criado, por la falta de concurrencia, tanta y tan espesa maleza, que se apacentaban en ella los caballos, teniendo la hierba por cama los palafreneros. Las demás ciudades, a excepción de muy pocas, se habían hecho refugio de ciervos y jabalíes, y en las inmediaciones, al piemismo de las murallas, cazaban muchas veces los aficionados a este ejercicio; y los que habitaban en los fuertes y presidios ninguno acudía a los llamamientos ni bajaba a la ciudad, sino que todos miraban con horror y odio la plaza, el gobierno y tribuna, de donde les habían brotado los más de los tiranos. Determinaron, pues, Timoleón y los de Siracusa escribir a los Corintios para que de la Grecia enviaran habitantes a aquella ciudad, puesto que su país no temía ser perturbado, y a ellos, de parte del África, les amenazaba una cruda guerra, habiendo entendido que los Cartagineses habían puesto en una cruz el cadáver de Magón, que se había dado muerte a sí mismo, en odio de su mal gobierno, y que venían con grandes fuerzas para pasar a Sicilia en aquel verano.

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