Los más de los Siracusanos estaban incomodadísimos de verse a cada momento denostados por los tiranos. Especialmente Mamerco, muy ufano con que componía poemas y tragedias, y engreído con haber vencido a los estipendiarios, al hacer a los Dioses la consagración de los escudos, había puesto por inscripción un dístico elegíaco muy afrentoso, de este tenor: Estas rodelas que relumbran tanto con púrpura, marfil, electro y oro, con escudos de a palmo las tomamos. Después de estos sucesos, habiendo Timoleón pasado con sus fuerzas a la Calabria, invadió Hícetes a Siracusa, donde tomó un rico botín, haciendo grandes daños y ofensas, y en seguida se encaminó también a la Calabria, no haciendo cuenta de Timoleón, que tenía poca gente. Dejóle éste adelantarse, y luego se puso en su persecución con la caballería y las tropas ligeras. Entendiólo Hícetes, y habiendo pasado el río Damiria, se paró al otro lado en actitud de defenderse, contribuyendo a darle osadía la dificultad del paso y lo escarpado del terreno por la una y otra orilla. Detuvo la batalla una disputa y contienda extraña entre los capitanes de Timoleón, porque ninguno quería ser el último en acometer a los enemigos, sino que cada uno aspiraba a ser el primero; así el paso se hizo en desorden, empujándose y atropellándose unos a otros. Quiso Timoleón que echaran suertes, para lo que tomó un anillo de cada uno, echólos todos en una punta de su manto, y habiéndolos revuelto, se halló que el primero tenía grabado por sello un trofeo, y luego que los jóvenes lo observaron, alzando con aquel gozo grande gritería, ya no esperaron otra suerte, sino que pasando precipitadamente el río por el orden en que estaban cayeron con ímpetu sobre los enemigos, los cuales no sostuvieron el choque, sino que dieron a huir, abandonando todos las armas, y en el alcance murieron como unos mil de ellos.