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Era aquella, en punto a los negocios públicos, la época en que, haciendo la guerra a Perseo, rey de los Macedonios, habían sido acusados los generales de que, por impericia y cobardía, se habían conducido mal y vergonzosamente, siendo más que el daño hecho a los enemigos el que ellos habían recibido. Y es que habiendo poco antes echado más allá del Tauro a Antígono llamado el Grande, haciéndole abandonar todo lo demás del Asia, y encerrándole en la Siria, de manera que se dio por muy contento con obtener la paz a costa de quince mil talentos; y habiendo de allí a poco deshecho a Filipo, libertado a los Griegos del poder de los Macedonios, y vencido a Aníbal, con el que ningún rey era comparable en arrojo ni en poder, no podían llevar en paciencia el combatir sin sacar ventajas, como con un rival de Roma, con Perseo, que hacía ya mucho tiempo que les hacía la guerra con las reliquias de las derrotas de su padre. Olvidábanse para esto de que, habiendo visto Filipo mucho más quebrantado el poder de los Macedonios, lo había hecho más fuerte y belicoso; de lo cual habré de dar razón brevemente, tomando la narración de más arriba.

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