9

Sabidos estos sucesos de los Romanos, parecióles sería bueno dejarse en la designación de generales del favor y la condescendencia, y llamar al mando a un hombre de juicio que supiera conducirse en los negocios arduos. Éste era Paulo Emilio, adelantado sí en edad, pues tenía unos sesenta años, pero fuerte todavía y robusto, y de gran influjo por sus clientes, sus hijos jóvenes y el gran número de amigos y parientes poderosos en la república, los cuales todos le inclinaban a que se prestase a los votos del pueblo que le llamaba al consulado. Al principio recibió mal a la muchedumbre, y desdeñó su celo y su ansia de honrarle, como quien no necesitaba de tal mando; mas, presentándosele todos los días a sus puertas rogándole que concurriese a la plaza y aclamándole, se dejó por fin convencer; y mostrándose entre los que pedían el consulado, pareció no que iba a recibir el mando, sino que llevaba ya la victoria y el triunfo de la guerra, y que daba facultad a los ciudadanos para celebrar los comicios: ¡tanta fue la esperanza y seguridad que inspiró a todos! Nombráronle, pues, segunda vez cónsul, no dejando que se echaran suertes sobre el mando de las provincias, como era de costumbre, sino decretándole desde luego el mando de la guerra macedónica. Cuéntase que retirándose a su casa con brillante acompañamiento, luego que fue proclamado cónsul por todo el pueblo, encontró muy llorosa a su hija Tercia, todavía muy pequeña, y que saludándola le preguntó qué era lo que le afligía; y ella, llorando y echándosele al cuello, le respondió: “¿Pues no sabes, padre, que se me ha muerto Perseo?” diciéndolo por un perrillo que había criado y tenía este nombre, y que el padre le dijo: “En buen hora, hija, y admito el agüero”. Refiere este suceso Cicerón el orador en sus libros de la Adivinación.

Share on Twitter Share on Facebook