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Hechas estas cosas, y reunidos con Melón y sus asociados, enviaron al Ática a llamar a aquellos desterrados que allí quedaron; y en la ciudad excitaban a la libertad a los habitantes, armando a los que encontraban, para lo que quitaban de los pórticos las armas traídas en triunfo y se metían por los obradores de los lanceros y espaderos que allí había. Vinieron asimismo con armas en su auxilio Epaminondas y Górgidas, que habían ya reunido no pocos jóvenes, y de los ancianos los de mayor reputación. Ya toda la ciudad estaba conmovida y era grande el alboroto; se veían luces en todas las casas, y se corría de unas a otras; sin embargo, todavía la muchedumbre no hacía pie, sino que estaban aturdidos con los sucesos, y, no sabiendo nada de positivo, aguardaban el día. De aquí nació la censura contra los Lacedemonios, que tenían allí el mando, por no haberse adelantado a combatirlos, siendo así que la guarnición era de mil quinientos y que muchos se les pasaban; pero contenidos con el miedo que causaban el ruido, las luces y la muchedumbre que rodaba por todas partes, se estuvieron quedos, contentándose con guardar el alcázar. Al rayar el día sobrevinieron los desterrados en estado también de pelea, y el pueblo concurrió en inmenso número a la junta pública. Introdujeron en ésta Epaminondas y Górgidas a Pelópidas y los suyos, rodeados de los sacerdotes, que les presentaban coronas y exhortaban a los ciudadanos a venir en auxilio de la patria y de los Dioses. La junta toda, a este espectáculo, se puso al punto en pie con algazara y regocijo, recibiéndolos como a sus tutelares y libertadores.

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