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Por esta causa, habiendo muerto uno de los cónsules, llamó el pueblo para que le sucediese a Marcelo, que se hallaba ausente, dilatando la elección contra la voluntad de los demás magistrados hasta que regresó del ejército. Fue, pues, nombrado cónsul por todos los votos; pero al celebrarse los comicios hubo truenos, y los sacerdotes no tuvieron por faustos los agüeros, sino que no se atrevieron a disolver la Junta por temor del pueblo; mas él mismo hizo dimisión de su dignidad. Con todo, no por esto rehusó el mando del ejército, sino que con el nombramiento de procónsul volvió otra vez al campamento de Nola, donde causó graves daños a los que habían tomado el partido del Cartaginés. Sobrevino éste repentinamente contra él, y como le provocase a batalla campal, no tuvo entonces por conveniente el empeñarla, con lo que aquel destinó a merodear la mayor parte de su ejército; cuando menos pensaba en batalla, se la presentó Marcelo, que había dado a su infantería lanzas largas, como las que usaban en los combates navales, y la había enseñado a herir de lejos a los Cartagineses, que no eran tiradores, y sólo usaban de dardos cortos con que herían a la mano. Así, en aquella ocasión volvieron la espalda a los Romanos cuantos concurrieron, y se entregaron a una no disimulada fuga, con pérdida de unos cinco mil hombres muertos, y cuatro elefantes muertos asimismo, y otros dos que se cogieron vivos. Pero lo más singular de todo fue que al tercer día, después de la batalla, se le pasaron de los Iberos y Númidas de a caballo más de trescientos, cosa nunca antes sucedida a Aníbal, que con tener un ejército compuesto de varias y diversas gentes, por mucho tiempo lo había conservado en una misma voluntad; éstos, después, permanecieron siempre fieles a Marcelo y a los generales que le sucedieron.

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