Nombrado Marcelo cónsul por tercera vez, se embarcó para la Sicilia a causa de que los prósperos sucesos de Aníbal habían vuelto a despertar en los Cartagineses el deseo de recobrar aquella isla, con la oportunidad también de andar alborotados los de Siracusa, después de la muerte de Jerónimo, su tirano; los Romanos, por los mismos motivos, habían también enviado antes algunas fuerzas al mando de Apio. Al encargarse de ellas Marcelo, se le presentaron muchos Romanos, que se hallaban en la aflicción siguiente: de los que en Canas pelearon contra Aníbal, unos huyeron y otros fueron cautivados, en tal número, que pareció no haber quedado a los Romanos quien pudiera defender las murallas, y con todo conservaron tal entereza y magnitud, que, restituyéndoles Aníbal los cautivos por muy corto rescate, no los quisieron recibir, sino que antes los desecharon, no haciendo caso de que a unos les dieran muerte y a otros los vendieran fuera de Italia, y a los que volvieron de su fuga, que fueron muchos, los hicieron marchar a la Sicilia, bajo la condición de no volver a Italia mientras se pelease contra Aníbal. Éstos, pues, se presentaron en gran número a Marcelo, y echándose por tierra le pedían con gritería y lágrimas que los admitiese en el ejército, prometiéndole que harían ver con obras haber sufrido aquella derrota, más por desgracia que no por cobardía. Compadecido Marcelo, escribió al Senado pidiéndole el permiso para completar con ellos las bajas del ejército. Disputóse sobre ella en el Senado, y su dictamen fue que los Romanos, para las cosas de la república, ninguna necesidad tenían de hombres cobardes; con todo, que si Marcelo quería servirse de ellos, a ninguno se habían de dar las coronas y premios que los generales conceden al valor. Esta resolución fue muy sensible a Marcelo, y cuando después de la guerra de Sicilia volvió a Roma, se quejó al Senado de que en recompensa de sus grandes servicios no le hubiesen permitido mejorar la mala suerte de tantos ciudadanos.