Había sido Marcelo creado cuarta vez cónsul, y sus enemigos ganaron a los Siracusanos para que se presentaran a acusarle y desacreditarle ante el Senado, por haberlos tratado con dureza contra el tenor de los pactos. Hallábase casualmente Marcelo ocupado en la solemnidad de un sacrificio en el Capitolio, y habiendo acudido los Siracusanos, cuando todavía estaba congregado el Senado, a pedir que se les admitiera a alegar y entablar el juicio, el colega los hizo salir, indignándose con ellos por tal intento, no hallándose Marcelo presente. Mas éste, habiéndolo entendido, vino al punto, y lo primero que hizo, sentándose en la silla curul, fue despachar lo que como cónsul le correspondía, y después que lo hubo terminado, bajó de su asiento, y en pie se puso como un particular en el sitio destinado a los que van a ser juzgados, dando lugar a que los Siracusanos entablaran su petición. Sobrecogiéronse éstos sobremanera con la autoridad y confianza de tan ilustre varón; y al que en las armas habían mirado como inexorable, todavía en la toga le tuvieron por más terrible y más grave. Pero, en fin, animados por los contrarios de Marcelo, dieron principio a la acusación, pronunciando un discurso en que, con la declamación propia del acto, iban mezclados los lamentos. Reducíase, en suma, a que, no obstante ser amigos y aliados de los Romanos, habían sufrido agravios de que otros generales se abstienen aun contra los enemigos. A esto respondió Marcelo, que, a pesar de las muchas ofensas y daños que habían hecho a los Romanos, no habían padecido, con haber sido tomada la ciudad a viva fuerza, más que aquello que es imposible evitar en tales casos, y que se habían visto en tal conflicto por culpa propia, y no haber querido escuchar sus amonestaciones; porque no habían sido violentados a pelear en defensa de sus tiranos, sino que ellos eran los que habían acalorado a éstos para el combate. Concluídos los discursos, salieron los Siracusanos, como es de costumbre, de la curia, y con ellos salió Marcelo, teniéndose el senado bajo la presidencia de su colega. Detúvose a la puerta del tribunal, sin alterar su natural porte, ni por miedo al juicio, ni por indignación contra los Siracusanos, esperando con mansedumbre y con modestia a que se pronunciase la sentencia. Luego que dados los votos se anunció que había vencido, los Siracusanos se arrojaron a sus pies, pidiéndole con lágrimas que aplacase su ira contra ellos y se compadeciera de la ciudad, que tenía presentes y agradecía sus beneficios; templado, pues, Marcelo se reconcilió con aquellos mismos, y a los demás Siracusanos les hizo siempre todo el bien que pudo; el Senado confirmó la libertad, las leyes y aquella parte de bienes que Marcelo les había concedido; en recompensas de lo cual, recibió también de los Siracusanos honores muy singulares, y, entre otros, el de haber hecho una ley para que, si Marcelo o alguno de sus descendientes aportase a Sicilia, los Siracusanos tomasen coronas y con ellas sacrificasen a los Dioses.