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Después de este encuentro de la caballería estuvieron unos y otros sin combatir largo tiempo, porque los agoreros, por la inspección de las, víctimas, ofrecían la victoria a los que se defendiesen, tanto a los Persas corro a los Griegos, y la derrota a los que acometieran. Mas como viese Mardonio que tenía provisiones para pocos días y que los Griegos continuamente se aumentaban, porque sin cesar se les incorporaban algunos, no pudo contenerse, y resolvió no aguantar más, sino pasar al otro día al amanecer el Asopo y caer sobre los Griegos, cuando ellos menos pensaban, para lo que dio en aquella tarde las órdenes a los jefes; pero exactamente a la medianoche llegó un hombre a caballo al campo de los Griegos, y al llegar a las guardias dijo que le llamaran a Aristides el Ateniense. Presentóse inmediatamente éste, a quien dijo: “Soy Alejandro, rey de los Macedonios, y por medio de grandes peligros vengo, movido del amor que os tengo, a preveniros, no sea que lo repentino del acometimiento os haga combatir con desventaja. Mardonio os presentará mañana batalla, no porque tenga ninguna esperanza ni esté confiado, sino por el apuro en que se halla; pues antes los agoreros con sacrificios le apartan de combatir, y el ejército está poseído de asombro y desaliento; pero se van en la precisión, o de tentar fortuna, o de sufrir la mayor escasez si permaneciese tranquilo.” Dicho esto, rogaba Alejandro a Aristides que, si bien convenía que ello supiese y lo tuviese presente, no lo comunicase con ningún otro. Mas aquel expuso que no podía ser ocultarlo a Pausanias, que tenía el mando, y que lo callaría a los demás antes de la batalla; pero que si la Grecia venciese, nadie debería ignorar el celo y la virtud de Alejandro. Tenida esta entrevista, el rey de los Macedonios se volvió otra vez por su camino, y Aristides, pasando a la tienda de Pausanias, le dio cuenta de lo que había pasado; con lo que fueron llamados los demás generales, y se les dio la orden de que tuvieran a punto el ejército, como para recibir batalla.

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