Al mismo tiempo trató Manio de forzar las trincheras por el pie de la montaña, acometiendo por las gargantas con todas sus fuerzas; herido Antíoco en la boca, de una pedrada, que le quitó los dientes, volvió para atrás su caballo movido del dolor, con lo que ninguna parte de su ejército hizo ya frente a los Romanos, sino que, a pesar de tener que huir por sitios intransitables y peligrosos, porque las caldas habían de ser a lagos profundos o piedras peladas, impelidos hacia estos lugares desde los desfiladeros, y atropellándose unos a otros, ellos mismos se destruyeron por el miedo de las heridas y del hierro de los enemigos. Catón parece que nunca había sido muy contenido y parco en sus propias alabanzas, y, antes por el contrario, no había evitado la opinión de jactancioso, teniendo el serlo por consecuencia de los grandes hechos; pero en esta ocasión todavía ponderó más sus hazañas, pues dice que los que le vieron entonces perseguir y herir a los enemigos convinieron con él en que no quedaba Catón en tanta duda respecto del pueblo, como éste respecto de Catón y que el mismo cónsul Manio, en el calor todavía de la victoria, le echó los brazos, y teniéndole largo rato abrazado, prorrumpió en fuerza del gozo en la expresión de que ni él mismo ni todo el pueblo pagaría cumplidamente a Catón aquellos beneficios. Despachósele inmediatamente después de la batalla a ser él mismo el mensajero de aquellos sucesos, e hizo su navegación con mucha felicidad hasta Brindis, de donde en un día pasó a Tarento, y caminando cuatro desde el mar estuvo al quinto día en Roma, logrando ser el primero que anunció la victoria; con la cual la ciudad se llenó de regocijo y de fiestas, y de orgullo el pueblo, como que ya nada le impediría hacerse dueño de toda la tierra y el mar.