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Decíase en Roma que Sila hacía la guerra en la Beocia a los generales de Mitridates; mas en Tanto, desavenidos los cónsules, corrían a las armas, y librándose batalla, Octavio, que quedó vencedor, desterró Cina, que quería ejercer un imperio tiránico, nombrando cónsul en su lugar a Cornelio Merula; pero Cina, reuniendo tropas del resto de Italia, se declaraba en guerra contra ellos. Llegando Mario a entender estas cosas, parecíale que debía embarcarse cuanto antes, y tomando algunos hombres de a caballo de los moros de África, y algunos otros de los que se habían pasado de la Italia, que entre unos y otros no excedían de mil, se hizo con ellos al mar. Arribó a Telamón de Etruria, y saltando en tierra, ofreció por público pregón la libertad a los esclavos; y como de los labradores y pastores libres de la comarca acudiesen muchos al puerto atraídos de su fama, ganando a los que vio más esforzados, en pocos días unió una considerable fuerza de tierra y tripuló cuarenta galeras. Como supiese que Octavio era hombre recto, que no quería mandar sino de un modo justo, y que, por el contrario, Cina, además de ser sospechoso a Sila, se había declarado contra el gobierno existente, determinó unirse a éste con todas sus fuerzas; envióle, pues, a decir que, reconociéndole por cónsul, haría cuanto le ordenase. Admitió el partido Cina y le nombró procónsul, remitiéndole las fasces y todas las demás insignias del mando: pero respondió que el adorno no se avenía a su presente fortuna: así es que desde el día de su destierro en la edad ya de más de setenta años no traía sino ropas desaliñadas, con el cabello crecido, andando siempre muy despacio para excitar compasión; pero con este aparato miserable iba siempre mezclado el ceño natural de su terrible semblante, y la clase de su abatimiento descubría bien que su soberbia no se había humillado sino más bien irritado con las mudanzas de su suerte.

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