Hallándose las cosas en esta situación, juntóse el Senado, y envió mensajeros a Cina y Mario, pidiéndoles que entrasen en la ciudad y tuviesen consideración con los ciudadanos. Cina, como cónsul, los oyó sentado en la silla curul y les dio muy humana respuesta; Mario estaba separado de la silla sin responder palabra, mas se echaba claramente de ver en el ceño de su semblante y en la fiereza de su mirada que iba bien presto a llenar la ciudad de carnicería y de muertes. Cuando ya se resolvieron a marchar, Cina entraba acompañado de su guardia; pero Mario, quedándose a la puerta, decía como por ironía, lleno de coraje, que él era un desterrado arrojado de la patria conforme a una ley, y que si ahora hallándose presente hubiera quien hiciese proposición, con otro decreto se desataría el que le desterraba; como si él fuese hombre a quien hicieran fuerza las leyes, y como si entrase en una ciudad libre. Convocaba, pues, al pueblo a la plaza, y antes que tres o cuatro curias hubiesen dado sus sufragios, dejando aquella simulación y aquellas buenas palabras de desterrado, comenzó a marchar acompañado de una guardia, compuesta de los que había escogido entre los esclavos que se le presentaron, a los que daba el nombre de Bardieos, Estos, a su orden, unas veces comunicada en voz y otras por señas, daban muerte a muchos, llegando la cosa a punto que a Ancario, varón consular y jefe de la milicia, porque habiéndose encontrado con Mario, y saludádole, éste no le volvió el saludo, le quitaron la vida a su vista, pasándole con las espadas, y ya desde entonces, cuando saludando algunos a Mario no los nombraba éste, o no les correspondía, aquello era señal de acabar con ellos en la misma calle; de manera que aun sus mismos amigos estaban en la mayor agonía y susto cuando se acercaban a saludarle. Siendo ya muchos los que habían perecido, Cina se mostraba cansado y fastidiado con tanta muerte; pero Mario, renovándose en él cada día la ira y la sed de sangre, no dejaba vivir a ninguno de cuantos se le hacían sospechosos: así, todas las calles y toda la ciudad estaban llenas de perseguidores y de cazadores de todos los que huían o se ocultaban, y era tenida por crimen la fe de la hospitalidad y de la amistad, sin que ya ofreciese seguridad alguna, porque eran muy pocos los que no hicieron traición a los que a ellos se habían acogido. Por tanto, deben ser tenidos en mucho y mirados con admiración los criados de Cornuto, que, ocultando a su amo en casa, suspendieron por el cuello a uno de tantos muertos, y poniéndole un anillo en el dedo lo mostraron a los de la guardia de Mario, y después, envolviéndole como si fuera aquel, le dieron sepultura. Nadie llegó a entenderlo, y habiéndose salvado Cornuto por este medio, por los mismos criados fue secretamente llevado a la Galia.