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Cúpole también la suerte de un amigo honrado a Marco Antonio el orador, y, sin embargo, fue desgraciado, porque siendo aquel un hombre pobre y plebeyo, que hospedaba en su casa al primero de los Romanos, quiso portarse como el caso lo exigía, y envió a un esclavo para traer vino a casa de uno de los taberneros que vivían cerca. El esclavo lo tomó con cuidado y dijo que le diera de lo mejor, con lo que le preguntó el tabernero qué novedad había para no tomarlo de lo nuevo y común, como acostumbraba, sino de lo mejor y de más precio: y respondiéndole aquel con sencillez, como a un hombre conocido y familiar, que su amo tenía a comer a Marco Antonio, al que ocultaba en su casa, el tabernero, que era hombre cruel y malvado, no bien había salido el esclavo cuando marchó a casa de Mario, que ya estaba comiendo, e introducido adonde se hallaba le ofreció poner en sus manos a Antonio; oído lo cual por Mario se dice que lo celebró mucho, dando palmadas de gozo, y que estuvo en muy poco el que por sí mismo no se trasladase a la casa; retenido por los amigos, envió a Anio con algunos soldados, dándole orden de que sin dilación le trajese la cabeza de Antonio. Llegados a la casa, Anio se quedó a la puerta, y los soldados, tomando la escalera, subieron al cuarto, y a la vista de Antonio ninguno quería ejecutar el mal hecho, sino que unos a otros se incitaban y movían a él; y debía de ser tal el encanto y gracia de las palabras de este hombre insigne, que habiendo empezado a hablarles, rogándoles no le matasen, ninguno se atrevió a acercarse a él ni aun a mirarle, sino que, bajando los ojos, se echaron a llorar. Vista la tardanza, subió Anio, y hallan. do que Antonio esta- ba perorando y los soldados asombrados y compadecidos, reprendiendo a éstos se aproximó él mismo y le cortó la cabeza. Lutacio Cátulo, colega de Mario, que triunfó con él de los Cimbros, cuando supo que éste a los que intercedieron y rogaron por él no les respondió otra cosa sino “es preciso que muera”, se cerró en su cuarto y, encendiendo mucho carbón, murió sofocado. Arrojados los cadáveres sin cabeza y pisados por las calles, ya no era compasión la que excitaban, sino susto y terror en todos con semejante vista; pero lo que sobre todo indignó al pueblo fue la brutalidad de los llamados Bardieos. Porque después de dar muerte en sus casas a los amos se burlaban de los hijos y violentaban a las mujeres, sin que hubiera quien los contuviese en los robos y matanzas, hasta que, viniendo a mejor acuerdo Cina y Sertorio, los sorprendieron durmiendo en el campamento y a todos los pasaron por las armas.

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