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Contribuía él también, por su parte, a indisponerlos todavía más con Calicrátidas; lo que restaba aun del dinero que Ciro le había dado para la escuadra, lo volvió a remitir a Sardis, diciendo que el mismo Calicrátidas lo pidiese, o viera de dónde había de sacar con qué mantener a los soldados. Finalmente, al estar para partir, tomó testigos de que entregaba la armada dueña del mar: mas queriendo aquel reprender su vana y presuntuosa ambición, “Pues ¿por qué- le dijo-, dejando a la izquierda a Samo, y navegando a Mileto, no me haces allí la entrega de la armada? Puesto que, si somos dueños del mar, en él no tenemos por qué temer a los enemigos que se hallen en Samo”; pero respondiéndole Li- sandro que ya no tenía mando, sino que él era quien estaba encargado de la escuadra, tomó la vuelta del Peloponeso, dejando a Calicrátidas en el mayor apuro. Porque ni a su venida había traído fondos de Esparta, ni le sufría su corazón recogerlos por fuerza de las ciudades que estaban infelices. No le quedaba, pues, otro recurso que ir, como Lisandro, a tocar las puertas de los generales del Rey, y mendigarlos de ellos, para lo que era el menos a propósito del mundo, porque, como hombre libre y de elevados pensamientos, creía que cualquiera derrota de los Griegos era para toda la Grecia más honrosa que el adular y presentarse ante las puertas de unos bárbaros que, fuera de poseer mucho oro, nada bueno tenían. Precisado, sin embargo, de la estrechez, subió a la Lidia, marchó en derechura a la casa de Ciro, y mandó decir que Calicrátidas, el comandante de la escuadra, estaba allí y quería hablarle; pero como uno de los que servían a la puerta le diese la respuesta de que Ciro no estaba entonces de vagar, porque bebía, “Pues nada malo hay en eso- le contestó-, porque yo me esperaré aquí hasta que haya bebido”. Parecióles a aquellos bárbaros que era un hombre muy inurbano, y como observase que se reían de él, se marchó. Volvió segunda vez a la puerta, y no siendo admitido incomodado de ello, marchó a Éfeso, echando mil imprecaciones contra los primeros que fueron corrompidos con el lujo de los bárbaros y que los enseñaron a ser insolentes a causa de su riqueza, y jurando, ante los que se hallaban presentes, que apenas se viese en Esparta haría todo cuanto le fuese posible para que se conciliaran entre sí los Griegos, y, haciéndose de este modo temible a los bárbaros, se dejaran de implorar la fuerza de éstos unos contra otros.

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