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A pesar de tener a ésta en casa, hacía mala vida con cómicas, con guitarristas y con hombres de la escena, bebiendo con ellos desde antes del anochecer, recostados en lechos; porque éstos eran entonces los que gozaban de todo su favor: Roscio, el cómico; Sórix, jefe de los histriones, y el disoluto Metrobio, cuyos amores conservó siempre sin negarlo, aun después que éste estuvo fuera de edad. De aquí fue el fomentar, sin advertirlo, una enfermedad que empezó de ligera causa, habiendo ignorado por largo tiempo que tenía dañadas las entrañas; enfermedad que, habiendo viciado la carne, la convirtió toda en piojos; de manera que con ser muchos los que de día y de noche se le quitaban, nada eran los quitados para los que de nuevo sobrevenían; sino que las ropas, el baño, lo que se empleaba para limpiarle, y hasta la comida misma, todo se llenaba de aquella podredumbre y corrupción: ¡tanto era lo que cundía! Así, muchas veces al día se metía en el agua, lavando el cuerpo y limpiándolo, pero de nada servía, porque en prontitud ganaba la mudanza, y la muchedumbre vencía toda diligencia. Dícese que entre los más antiguos murió de piojos Acasto, hijo de Pelias, y más modernamente Alemán el poeta, Ferecides el teólogo y Calístenes de Olinto, estando en la cárcel, y además Mucio el jurisconsulto; y si se ha de hacer mención de personas en sí ruines, pero que de algún modo se hicieron conocidas, refiérese igualmente que el fugitivo que empezó en Sicilia la guerra servil, llamado Euno, traído a Roma después de cautivo, murió también de piojos.

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