28

Dicho esto, y mandando tener buen ánimo, pasó el río, marchando el primero contra los enemigos, vestido con una brillante cota de hierro con escamas, y una sobrevesta con rapacejos. Ostentaba ya desde allí la espada desenvainada, como que tenía que apresurarse a venir a las manos con hombres hechos a pelear de lejos, y le era preciso acortar el espacio propio para armas arrojadizas con la celeridad de la acometida; y viendo a la caballería de coraceros, con que se hacía tanto ruido, defendida por un collado cuya cima era suave y llana, y cuya subida, que sería de cuatro estadios, no era difícil ni tenía cortaduras, dio orden a los soldados de caballería tracios y gálatas que tenía en sus filas de que, acometiéndoles en oblicuo, desviaran con las espadas los cuentos de las lanzas; porque en ellos estaba el todo de la fortaleza de aquellas gentes, no pudiendo nada fuera de esto, ni contra los enemigos ni para sí, a causa de la pesadez e inflexibilidad de su armadura, con la que parecían aprisionados. Tomó en seguida dos cohortes, y se dirigió al collado, siguiéndole alentadamente la tropa, al ver que él marchaba el primero a pie, armado y decidido a batirse. Luego que estuvo arriba, puesto en el sitio más eminente, “Vencimos- exclamó en voz alta-; vencimos, camaradas”; y al punto cayó sobre los coraceros, mandando que no hiciesen uso de las picas, sino que hirieran con las espadas a los enemigos en las piernas y en los muslos, que es lo único que los armados no tienen defendido. Mas estuvo de sobra esta prevención, porque no aguardaron la llegada de los Romanos, sino que al punto, levantando espantosos alaridos, dieron a huir con la más vergonzosa cobardía, y ellos y sus caballos, con sus pesadas armaduras, cayeron sobre su misma infantería, antes de que ésta hubiese entrado en acción; de modo que, sin una herida, y sin haberse derramado una gota de sangre, quedaron vencidos tantos millares de miles de hombres, y si fue grande la matanza en los que huían, aún fue mayor en los que querían y no podían huir, impedidos entre sí por lo espeso y profundo de la formación. Tigranes, dando a correr desde el principio, escapó con algunos pocos, y viendo que a su hijo le cabía la misma suerte, quitándose la diadema de la cabeza, se la entregó con lágrimas, mandándole que por otra vía se salvara como pudiese. No se atrevió aquel joven a ceñirse con ella las sienes, sino que la dio a guardar a uno de los mancebos de quien más se fiaba, y como después éste, por desgracia, cayese cautivo, entre los demás que lo fueron lo fue también la diadema de Tigranes. Dícese que de los infantes murieron más de cien mil hombres, y de los de a caballo se salvaron muy pocos; los Romanos tuvieron cien heridos y cinco muertos. Antíoco el filósofo, haciendo mención de esta batalla en su obra acerca de los Dioses, dice que el Sol no vio otra semejante; Estrabón, otro filósofo, dice en sus memorias históricas que los mismos Romanos estaban avergonzados y se reían de sí mismos por haber tomado las armas contra semejantes esclavos; y Livio refiere que nunca los Romanos habían sido tan inferiores en número a los enemigos, porque apenas los vencedores eran la vigésima parte, sino menos todavía, de los vencidos. De los generales romanos los más inteligentes, y que en más acciones se habían hallado, lo que principalmente celebraban en Luculo era haber vencido a los reyes más poderosos y afamados con dos medios encontrados enteramente, cuales son la prontitud y la dilación: porque a Mitridates, que se hallaba pujante, lo destruyó con el tiempo y la tardanza y a Tigranes lo quebrantó con el aceleramiento, siendo muy pocos los generales que como él hayan tenido una precaución activa y un arrojo seguro.

Share on Twitter Share on Facebook