Sucede con la vida de Luculo lo que con la comedia antigua, donde lo primero que se lee es de gobierno y de milicia, y a la postre, de beber, de comer, y casi de francachelas, de banquetes prolongados por la noche y de todo género de frivolidad, porque yo cuento entre las frivolidades los edificios suntuosos, los grandes preparativos de paseos y baños, y todavía más las pinturas y estatuas y el demasiado lujo en las obras de las artes, de las que hizo colecciones a precio de cuantiosas sumas, consumiendo profusamente en estos objetos la inmensa riqueza que adquirió en la guerra; que aun hoy, cuando el lujo ha llegado a tanto exceso, los huertos luculianos se cuentan entre los más magníficos de los emperadores. Así es que, habiendo visto Tuberón el Estoico sus grandes obras en la costa cerca de Nápoles, los collados suspendidos en el aire por medio de dilatadas minas, las cascadas en el mar, las canales con pescados de que rodeó su casa de campo y las otras diferentes habitaciones que allí dispuso, no pudo menos de llamarle Jerjes con toga. Tenía en Túsculo diferentes habitaciones y miradores de hermosas vistas, y, además, ciertos claustros abiertos y dispuestos para paseos; viólos Pompeyo, y censuró el que, habiendo dispuesto aquella quinta con tanta comodidad para el verano, la hubiera hecho inhabitable para el invierno, a lo que, sonriéndose, le contestó: “Pues qué, ¿me haces de menos talento que las grullas y las cigüeñas, para no haber proporcionado las viviendas a las estaciones?” Quería un edil dar brillantes juegos, y habiéndole pedido para uno de los coros ciertos mantos de púrpura, dijo que miraría si los había en casa, y se los daría; al día siguiente le preguntó cuántos había menester, y respondiéndole el edil que habría bastantes con ciento, le dijo que tomara otros tantos más; que fue lo que dio ocasión a Horacio para exclamar: “No puede decirse que hay riquezas donde las cosas abandonadas y de que no tiene noticias el dueño no son más que las que están a la vista”.