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Como Demóstenes hubiese fortificado a Pilo, al punto acudieron por tierra y por mar los Lacedemonios y, trabada batalla, hubieron de dejar de los suyos en la isla Esfacteria hasta cuatrocientos hombres. Parecíales a los Atenienses cosa importante, como lo era, en realidad, apoderarse de ellos; pero el cerco se presentaba difícil y trabajoso en un país que carecía de agua, y para el que el acopio de provisiones, aun en verano, tenía que hacerse con un rodeo muy largo, hallándose por lo mismo en el invierno enteramente falto de todo; teníalos esto disgustados, y estaban pesarosos de haber despedido la legación que los Lacedemonios les habían enviado para tratar de paz. Habíanla despedido a instigación de Cleón, principalmente con la mira de mortificar a Nicias, porque era su enemigo; y viendo que se había puesto de parte de los Lacedemonios, esto bastó para que inclinase al pueblo a votar contra el tratado. Yendo, pues, largo el sitio, y recibiéndose noticias de que el ejército padecía de una escasez suma, se mostraban muy enconados contra Cleón, el cual se volvía contra Nicias, echándole la culpa y acusándole de que por sus temores y su flojedad dejaba allí aquellos hombres, cuya rendición no habría costado tanto tiempo a haber él tenido el mando. Ofrecióseles al punto a los Atenienses decirle: “¿Pues por qué no te embarcas y marchas contra ellos?” Levantóse también Nicias, y abdicó en él el mando sobre Pilo, proponiéndole que tomase la fuerza que quisiese y no anduviera echando baladronadas sobre seguro, en lugar de hacer cosa que fuera de importancia. Él, al principio, calló, turbado con tan inesperada salida; pero como insistiesen todavía los Atenienses y Nicias esforzase la voz, se acaloró, y picado de pundonor tomó a su cargo la expedición, y al dar la vela puso el término de veinte días, diciendo que, dentro de ellos, o había de acabar allí con los Lacedemonios, o los había de traer vivos a Atenas, de lo que los Atenienses se rieron mucho, bien lejos de creerlo, porque ya estaban acostumbrados a tomar a diversión y risa sus jactancias y sus sandeces. Pues se cuenta que, celebrándose un día junta pública, el pueblo, sentado, estuvo esperando largo rato, y ya, bien tarde, se presentó en la plaza con corona sobre las sienes, y pidió que la junta se dilatase hasta el día siguiente: “Porque hoy- dijo- estoy ocupado, teniendo a cenar unos forasteros, después que he hecho a los dioses sacrificio”, y que los Atenienses se levantaron y disolvieron la junta.

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