Luego que resolvió mover de nuevo con su ejército para Siracusa, lo dispuso con tanto acierto y fue tal la prontitud y seguridad con que se condujo, que no se tuvo el menor indicio de haberse dirigido a Tapso con la escuadra y haber allí saltado en tierra la tripulación; ni tampoco de que él mismo se había adelantado hasta el punto de Epípolas y lo había tomado; en seguida de lo cual venció a lo más escogido de los auxiliares, cautivando unos trescientos, y rechazó la caballería de los enemigos, que era tenida por invencible. Pero lo que más que todo admiró a los Siracusanos y pareció increíble a los Griegos fue haber corrido en muy poco tiempo un muro alrededor de Siracusa, ciudad de no menor extensión que Atenas, y que, por la desigualdad de su terreno, por su inmediación al mar y por las lagunas de que hay en su contorno, ofrece mayores dificultades para poder ser circunvalada con tan dilatada muralla. Pues, con todo, faltó muy poco para que se acabase enteramente bajo el cuidado de un caudillo que estaba muy distante de gozar de la salud correspondiente a tantas fatigas, padeciendo un violento dolor de riñones, al que debe con razón atribuirse que aquel trabajo no se hubiese concluído. No puedo, pues, admirarme bastante de la diligencia de tal caudillo y del valor de tales soldados, por las victorias que consiguieron, puesto que Eurípides, después de sus derrotas y de su trágico fin, les hizo este epicedio: Ocho victorias, los que aquí descansan, de los Siracusanos alcanzaron, mientras plugo a los Dioses de ambos lados en igualdad perfecta mantenerse Y no ocho victorias solas, sino muchas más todavía se hallará haber sido las que consiguieron de los Siracusanos antes que, como es cierto, se hubiese hecho por los Dioses y por la fortuna oposición a los Atenienses, cuando habían llegado a la cumbre del poder.