Haciéndose, pues, violencia, acudía Nicias a cuanto se ofrecía; pero, habiéndose agravado el mal, tuvo que quedarse dentro del muro con algunos asistentes, y en tanto, mandando el ejército, Lámaco hacía frente a los Siracusanos, que construían desde la ciudad otra muralla por delante de la de los Atenienses, para impedir los efectos de su circunvalación. Por lo mismo que los Atenienses estaban victoriosos, solían desordenarse al seguirles el alcance, y habiéndose quedado en una ocasión casi solo Lámaco, aguardó a la caballería de los Siracusanos, que le cargaba. Era el primero de ella Calícrates, buen militar y de mucho aliento, y, como provocase a Lámaco, fuese éste para él y pelearon en singular batalla, en la que fue primero herido Lámaco, y al huir después éste a Callerates, cayó en el suelo, y ambos murieron juntos. Apoderáronse de su cadáver y de sus armas los Siracusanos, y en seguida dieron a correr hacia el muro de los Atenienses, en el que había quedado Nicias, sin tener casi a nadie en su ayuda. Sin embargo, movido de la necesidad y de la presencia del peligro, mandó a los que tenía cerca de sí que a cuantos maderos se hallaban reunidos para las máquinas, y a las máquinas mismas, les pegaran fuego. Sirvió esto para contener a los Siracusanos, y salvó a Nicias con la muralla y los efectos que allí tenían guardados los Atenienses, porque, viendo los Siracusanos a la mitad de la distancia aquel grande incendio, se retiraron. De resulta de estos sucesos, quedó Nicias único general, y se formaron grandes esperanzas; pasábanse a su partido las ciudades, y eran muchos los barcos cargados de provisiones que de todas partes llegaban al campamento, acudiendo todos a aquel cuyos negocios iban tan prósperamente; de manera que aun le habían llegado de parte de los Siracusanos proposiciones de paz, desconfiando de poder sostener la ciudad. Así Gilipo, que de Lacedemonia venía en su auxilio, luego en que el curso de su navegación supo cómo se hallaban cercados y la escasez que padecían, continuó su viaje, en la inteligencia de que la Sicilia estaba tomada, y que no le quedaba más que hacer sino conservar en la alianza a los italianos y sus ciudades, si aun para esto llegaba a tiempo. Porque las voces que corrían eran de que todo estaba ya por los Atenienses, y que tenían un general invencible, por su dicha y su prudencia. El mismo Nicias pasó de repente, con esta prosperidad, a ser confiado, contra lo que llevaba su natural, y teniendo por cierto, ya por su demasiado poder y ventura, y ya más principalmente por los avisos que secretamente le llegaban de Siracusa, que, para ser suya la ciudad, apenas le faltaba más que estar hechas las capitulaciones, ninguna cuenta hizo de la venida de Gilipo, ni puso las convenientes guardias para estar en observación; así, con desatenderle y despreciarle, dio lugar a que, sin tener él la menor sospecha, aportase en una lancha a la Sicilia, donde estableciéndose lejos de Siracusa reclutó mucha gente, sin que los Siracusanos lo supiesen y ni siquiera le esperasen. Por tanto, ya se había convocado para junta pública, con el objeto de tratar de la capitulación con Nicias; y algunos se encaminaban a ella, pareciéndoles que debía hacerse el tratado antes que del todo fuese circunvalada la ciudad, porque era muy poco lo que quedaba por hacer, y aun para esto estaban ya arrimados todos los materiales.