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No alcanzó cómo pudo ser que esta circunstancia se ocultase a los demás y que sólo llegase a noticia de Teopompo. En lo que todos convienen es en que a Agesilao se debió el que entonces se salvase Esparta, por haber procedido con gran miramiento y seguridad en los negocios, no abandonándose a la ambición y terquedad, que eran sus pa- siones ingénitas. Con todo, no pudo hacer que la república convaleciera de su caída, recobrando su poder y su gloria, sino que, a la manera de un cuerpo robusto que hubiera usado constantemente de un régimen de sobra delicado y metódico, un solo descuido y una pequeña falta bastó para corromper el próspero estado de aquella ciudad, y no sin justa causa: por cuanto con un gobierno perfectamente organizado para la paz, para la virtud y la concordia quisieron combinar mandos e imperios violentos, de los que no creyó Licurgo podía necesitar la república para vivir en perpetua felicidad; y esto fue lo que causó su daño. Desconfiaba ya entonces Agesilao de poderse poner al frente de los ejércitos a causa de su vejez, y su hijo Arquidamo, con el socorro que de Sicilia le envió voluntariamente el tirano, venció a los Árcades en aquella batalla que se llamó la sin lágrimas, porque no murió ninguno de los suyos, habiendo perecido muchos de los enemigos. Hasta entonces habían tenido por cosa tan usual y tan propia suya vencer a los enemigos, que ni sacrificaban a los dioses por la victoria, sino solamente un gallo, de vuelta a la ciudad, ni se mostraban ufanos los que se habían hallado en la batalla, ni daban señales de especial alegría los que oían la noticia, y después de la célebre batalla de Mantinea, escrita por Tucídides al primero que trajo la nueva, el agasajo que le hicieron las autoridades fue mandarle del banquete común una pitanza de carne, y nada más; pero en esta ocasión, cuando después de anunciada la victoria volvió Arquidamo, no hubo quien pudiera contenerse, sino que el padre corrió a él el primero llorando de gozo, siguiéndole los demás magistrados, y la muchedumbre de los ancianos y mujeres bajó hasta el río, tendiendo las manos y dando gracias a los dioses porque Esparta había borrado su afrenta y volvía a lucirle un claro día; pues hasta este momento se dice que los hombres no habían alzado la cabeza para mirar a las mujeres, avergonzados de sus pasadas derrotas.

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