Cuando las cosas iban así por su camino, sin que nadie contradijese u opusiese el menor obstáculo, Agesilao sólo lo trastornó y desbarató todo, echando por tierra la ley más sabia y más espartana, llevado de la más ruin y baja de todas las pasiones, que es la codicia de riqueza. Pues como poseyese muchos y muy fructíferos terrenos, y por otra parte estuviese agobiado de enormes deudas, no pudiendo pagar éstas, y no queriendo desprenderse de aquellos, hizo creer a Agis que si ambas cosas se proponían a un tiempo sería grande la inquietud que habría en la ciudad; mas que si con la abolición de las deudas se lisonjeaba antes un poco a los propietarios, después recibirían sin alboroto y con menor disgusto, el repartimiento de los terrenos; y en este mismo pensamiento entró Lisandro, seducido igualmente por Agesilao. Pusiéronse, pues, en la plaza en un rimero los vales de los deudores, a los que se daba el nombre de Claria, y se les dio fuego. No bien empezaron a arder, cuando los ricos y los que hacían el cambio se retiraron, no sin gran pesadumbre; pero Agesilao, en tono de burla e insulto, decía que no se había visto nunca llama más luciente ni fuego más claro, y solicitando la muchedumbre que en seguida se hiciera el repartimiento de tierras, para lo que los reyes interponían también su autoridad, Agesilao siempre entremetía otros negocios, y se aprovechaba de cualquier pretexto para ganar tiempo hasta que Agis tuvo que salir a campaña, con motivo de pedir los Aqueos, que eran aliados, socorro a los Lacedemonios, pues no se dudaba que los de Etolia iban por las tierras de Mégara a invadir el Peloponeso, y para impedirlo, Arato, general de los Aqueos, había juntado tropas y escrito a los Éforos.