Era Arato en todo su norte un perfecto hombre de Estado, magnánimo, más diligente para las cosas públicas que para las suyas propias, implacable enemigo de los tiranos, y tal, por fin, que sólo el bien público decidía de sus odios y de sus amistades. Así, no tanto era amigo diligente y estable como enemigo indulgente y de benigna condición, por la república de un estado a otro, según lo pedían las circunstancias; de manera que a una voz decían con entera uniformidad las naciones, las ciudades, las juntas y los teatros no conocérsele otro amor ni otra pasión que la de lo honesto y justo. Para la guerra y los combates no puede dudarse que era irresoluto y desconfiado, así como el más avisado para manejar con reserva los negocios, y para sorprender mañosamente a las ciudades y a los tiranos. De modo que, habiendo venido al cabo de muchos intentos que debían tenerse por desesperados, con atreverse a ellos, no fueron menos al parecer los que, siendo posibles, dejó de emprender por excesiva precaución. Pues no sólo hay ciertos animales cuya vista obra en lo oscuro, y a la luz del día se ciega, por la sequedad y delgadez del humor de sus ojos, que no sufre la concurrencia de la luz, sino que entre los hombres hay también talentos e ingenios que en las cosas claras, y como quien dice pregonadas, pierden fácilmente la serenidad, y en las empresas reservadas y ocultas proceden con seguridad y decisión, siendo causa de esta anomalía la falta de criterio filosófico en aquellas buenas índoles que llevan la virtud como fruto natural y espontáneo sin ciencia ni cultivo, lo que se demostraría mejor con ejemplos.