Por tanto, habiendo abominado siempre Artojerjes de todos los Espartanos, teniéndolos, como dice Dinón, por los hombres más impudentes, a Antálcidas, cuando subió a la Persia, le hizo los mayores agasajos; y en una ocasión, tomando una corona de flores y mojándola en un ungüento preciosísimo, la envió desde la mesa a Antálcidas, maravillándose todos de tan extraordinario obsequio. Ahora, él era hombre muy sujeto a dejarse corromper del lujo y admitir semejante corona, cuando en Persia había remedado por nota a Leónidas y Calicrátidas. Y si Agesilao, según parece, al que dijo: “¡Desdichada Grecia, cuando los Lacedemonios medizan!”, le respondió: “Nada de eso, sino cuando los medos laconizan”, la gracia de este chiste no quitó la vergüenza y mengua del hecho, pues ello fue que perdieron el principado por haber combatido mal en Leuctras, y antes había sido ya mancillada la gloria de Esparta con aquel tratado. Mientras Esparta conservó la primacía, tuvo Artojerjes a Antálcidas por su huésped, y le llamaba su amigo; pero después que, vencidos en Leuctras, decayeron de su altura, y que por falta de medios enviaron a Agesilao al Egipto, subió Antálcidas a la Persia a pedir a Artojerjes socorriese a los Lacedemonios; y éste de tal modo lo desdeñó, le desatendió y le arrojó de sí, que hubo de volverse afligido con el escarnio de los enemigos y el temor a los Éforos, y se dejó morir de hambre. Subieron también a solicitar el auxilio del rey Ismenias, y Pelópidas, después que había vencido en la batalla de Leuctras; pero éste nada hizo que pudiera parecer indecoroso: Ismenias, habiéndosele mandado que adorase, dejó caer el anillo del dedo, y bajándose a cogerlo, pasó por que había adorado. A Timágoras Ateniense, que por medio de Beluris, su escribiente, le dirigió un billete reservado, alegre de haberlo recibido, le envió diez mil daricos, y porque hallándose enfermo necesitaba ochenta vacas de leche. Mandóle además un lecho con su estrado y hombres que lo armaran, por creer que los griegos no sabrían, y portadores que le condujesen en litera hasta el mar, hallándose delicado. Cuando ya hubo arribado, le envió una cena tan suntuosa, que Ostanes, el hermano del rey, le dijo: “Acuérdate, Timágoras, de esta mesa, porque no se te envía tan magníficamente adornada con ligero motivo”; lo que más era estímulo para una traición que recuerdo para el agradecimiento. En fin, los Atenienses condenaron a muerte a Timágoras por causa de soborno.