En el combate, a pesar de que dio muestras de excelente general, de que sus ciudadanos se portaron con el mayor valor y que nada hubo que en los auxiliares y estipendiarios, la calidad de las armas y el peso de la falange fue lo que sin duda le oprimió; y aun Filarco es de sentir que intervino traición, y que a ésta se debió principalmente el que fuera arrollado Cleómenes. Porque dando Antígono orden a los Ilirios y Acarnanios de que ocultamente tomaran la vuelta y fingieran el ala que mandaba Euclidas, hermano, de Cleómenes, y formando después las demás tropas en orden de batalla, se puso a mirar Cleómenes desde una eminencia, y como no descubriese por ninguna parte las armas de los Ilirios y Acarnanios, temió que Antígono los hubiera destinado a alguna emboscada. Llamó, pues, a Damóteles, que era el encargado de observar las asechanzas, y le mandó que viera y examinara qué era lo que había a retaguardia y alrededor de su hueste; y como Damóteles, que es fama haber sido antes sobornado con dinero, le dijese que sobre aquel punto no tuviera cuidado, porque todo estaba bien, y atendiera sólo a lo que tenía delante, y procurara defenderse, dióle crédito, marchó contra Antígono, y habiendo rechazado hasta la distancia de cinco estadios la falange de los Macedonios, con el ímpetu de los Espartanos que consigo tenía, la derrotó y venció, siguiéndole el alcance; pero como en la otra ala hubiese sido envuelto Euclidas, hizo alto, y advirtiendo el peligro: “Pereciste- exclamó-, caro hermano; pereciste como valiente, dejando ejemplo a nuestros hijos y memoria a las mujeres espartanas.” Muerto así Euclidas, corrieron de la otra parte los que le vencieron, y viendo Cleómenes a sus soldados desordenados, y ya sin valor para aguardar el nuevo choque, hubo deponerse en salvo. Dícese que de los auxiliares murieron la mayor parte, y de los Lacedemonios, que eran en número de seis mil, todos, a excepción de doscientos.