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De este modo terminó sus días Cleómenes, habiendo reinado en Esparta diez y seis años y llegado a ser un varón tan eminente. Divulgada la noticia por toda la ciudad, Cratesiclea, no obstante ser de ánimo varonil, desfalleció con la grandeza de semejante calamidad, y abrazando a los hijos de Cleómenes, empezó a lamentarse y hacer grandes exclamaciones. El mayor de aquellos niños, desprendiéndose y saliendo de allí cuando nadie podía sospecharlo, se arrojó de cabeza desde el tejado, y aunque se hizo grandísimo daño, no murió del golpe, Y cuando le levantaron gritaba y se desesperaba porque le impedían el morir. Tolomeo, luego que se le dio cuenta, mandó que desollaran el cuerpo de Cleómenes y lo pusieran en una cruz, y que diesen muerte a los hijos, a la madre y a las mujeres que tenía consigo. Era una de éstas la mujer de Penteo, de hermosa y agraciada persona. Estaban recién casados, y en el primer ardor de sus amores les sobrevinieron estos infortunios. Quiso, pues, embarcarse desde el principio con Penteo, pero sus padres no la dejaron, teniéndola guardada por fuerza bajo llave; mas, al cabo de poco, habiendo podido proporcionarse un caballo y algún dinero, se escapó de noche, y sin detenerse caminó hasta Ténaro, y allí se embarcó en una nave que se dirigía a Egipto; conducida a la compañía de su marido, vivió con él en tierra extraña alegre y contenta. Entonces asistió a Cratesiclea, arrebatada por los soldados, la recogió el manto y la exhortó a tener buen ánimo, sin embargo de que mostró no arredrarla la muerte, no pidiendo más que una sola cosa, que era morir antes que los niños. Llegadas al sitio en que los ministros acostumbraban hacer tales ejecuciones, primero dieron muerte a los niños a vista de Cratesiclea, y después a ésta misma, que en medio de tanta aflicción no pronunció más palabras que éstas: “¡Hijos míos, a dónde habéis venido!” La mujer de Penteo se ciñó el manto, y siendo alta y de fuerza, callando y con reposo prestó su asistencia a cada una de las que murieron, y cubrió sus cadáveres en la forma que pudo. Finalmente, muertas todas, cuidó de su propio adorno, se recogió la ropa, y no permitiendo que se acercase nadie ni la viese, sino el encargado de la ejecución, murió heroicamente, sin necesitar de nadie que cuidara de cubrirla y amortajarla después de su muerte. ¡Tan celosa fue de conservar, aun en este trance, la limpieza de su alma, y de guardar aquel pudor, que fue mientras vivió el antemural de su cuerpo!

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