En Roma, Ninfidio Sabino, trayendo a sí todos los negocios, no suavemente y poco a poco, sino de golpe, se alzó solo con ellos con motivo de la vejez de Galba, de quien se creía que con dificultad podría llegar a Roma conducido en litera, porque tenía ya setenta y tres años. Las tropas allí existentes, que va antes miraban a Ninfidio con afición, entonces en él sólo ponían la vista, teniéndole por su bienhechor, a causa del donativo, y a Galba sólo por su deudor. Al momento, pues, intimó a Tigelino su colega que depusiera la espada. Daba banquetes, teniendo a su mesa a los varones consulares y que habían mandado ejércitos, y haciéndoles el convite en nombre de Galba. En el ejército negoció que muchos dijeran ser cosa de enviar mensajeros a Galba para pedirle que nombrara a Ninfidio prefecto perpetuo, sin colegas. Las demostraciones que en su honor y para aumentar su poder hizo el Senado, llamándole bienhechor, frecuentando diariamente su casa y haciendo que todo acuerdo se tomara a propuesta suya, como si sólo lo confirmase, llevaron mucho más adelante su osadía; de modo que al cabo de muy poco tiempo no sólo se hizo fastidioso, sino temible a los que tanto le obsequiaban. Como los cónsules hubiesen nombrado los siervos públicos que habían de llevar los decretos del Senado al emperador, y les hubiesen entregado los diplomas o despachos sellados, en cuya virtud los magistrados de las ciudades en la mudanza de carruajes aceleran la marcha de los correos, se irritó en gran manera, porque no se había puesto su sello a los pliegos y no le habían pedido para este encargo sus soldados, y aun se dice que estuvo deliberando sobre la venganza que tomaría de los cónsules, y sólo se templó porque le dieron excusas e interpusieron ruegos. Para congraciarse con el pueblo no impidió que arrastraran de los amigos de Nerón a los que se les ponían delante, y al gladiador Espícilo lo tendieron en la plaza debajo de las estatuas de Nerón derribadas al suelo, y así le mataron. A un tal Aponio, del número de los delatores, lo echaron al suelo e hicieron que pasaran por encima de él unas carretas que acarreaban piedra, y a otros muchos los despedazaron, a algunos sin la menor culpa, de tal manera que Máurico, varón excelente en sí y tenido por tal, dijo al Senado: “Me temo que en breve habéis de buscar a Nerón”.