De los generales, Próculo y Paulino no se atrevieron ni siquiera a acercarse, sino que más bien se retiraron por temor de los soldados, que desde luego empezaron a echar la culpa a los jefes. Annio Galo, dentro de la ciudad, reunía y procuraba alentar a los que a ella se habían retirado de la batalla, con decirles que ésta casi había sido igual, pues había divisiones que habían vencido a los enemigos; pero Mario Celso, congregando a los que ejercían cargos, los exhortaba a que miraran por lo que a la patria convenía, pues en semejante desventura y en tal pérdida de ciudadanos no podía ser que ni el mismo Otón quisiese, si era buen Romano, que otra vez se probase fortuna, cuando a Catón y a Escipión, que después de la batalla de Farsalia no quisieron ceder a César, se les hacía cargo de las muertes de tantos excelentes varones como sin necesidad fueron sacrificados en el África, sin embargo de que entonces combatían por la libertad de Roma. Porque la fortuna, que en lo demás trata con igualdad a todos, una sola cosa no quita a los buenos, que en el discurrir con acierto, aun cuando hayan sufrido algún descalabro, sobre los sucesos públicos. Persuadió con este discurso a todos los caudillos, y luego que después de algunas pruebas y tanteo vieron que los soldados suspiraban por la paz y que Ticiano se prestaba a que se hiciera legación para tratar de concordia, les pareció que los enviados fuesen Celso y Galo para entablar tratos con Cecina y Valente. En el camino se encontraron con los, centuriones, que les dijeron que ya tenían en movimiento las tropas para marchar contra Bedríaco, pero que los generales los habían mandado a hablarles de conciertos. Alabando Celso la determinación, les propuso que se volviesen, para ir juntos todos a tratar con Cecina. Cuando va estuvieron cerca, se vio Celso en gran peligro, porque hacía la casualidad que se hubiesen adelantado los de caballería de la emboscada, y apenas vieron a Celso, que iba el primero, se arrojaron a él con grande gritería. Pusiéronse los centuriones de por medio para contenerlos, y gritándoles los demás cabos que respetaran a Celso; Cecina que lo supo acudió prontamente, reprimió al punto la demasía de aquellos soldados, y saludando a Celso con la mayor afabilidad, se fue con ellos para Bedríaco. En tanto Ticiano, que fue quien envió los mensajeros, había mudado de propósito, y a los más resueltos de los soldados los había colocado sobre las murallas, excitando a los demás a prestar su auxilio: pero aguijando Cecina con su caballo y alargando la diestra, nadie hizo resistencia, sino que los unos saludaron desde el muro a sus soldados y los otros, abriendo las puertas, salieron a incorporarse con los que venían. Nadie hizo la menor ofensa, sino que todo era parabienes y abrazos, y al fin todos juraron a Vitelio y se pasaron a su partido.