XVII

Era ya entrada la noche, y como tuviese sed bebió un poco de agua: tomó luego en la mano dos espadas, y habiendo estado examinando sus filos largo rato, volvió la una de ellas, y la otra se la guardó debajo del brazo. Hizo llamar a sus esclavos, y habiéndoles hablado con el mayor cariño, repartió entre ellos el caudal que tenía, a cuál más y a cuál menos, no como quien es liberal con lo ajeno, sino atendiendo cuidadosamente al mérito y a la proporción de él. Despidiólos y reposó lo que restaba de la noche, en términos que sus camareros le sintieron dormir profundamente. Al amanecer, llamando al liberto por quien había corrido el cuidado de los senadores, le dio orden de informarse sobre ellos; y volviendo con la respuesta de que al marchar a cada uno se le había asistido con lo que había menester: “Pues vete tú también- le dijo- y haz de modo que te vean los soldados si no quieres recibir de ellos la muerte porque piensen que has cooperado a la mía”. Luego que el liberto salió, puso recta la espada, teniéndola con ambas manos, y dejándose caer sobre ella, no sintió más dolor que cuanto suspiró una sola vez, dando a los de la parte de afuera indicio del suceso. Levantaron gran lamento los de su familia, y al punto se hizo el lloro general en el campamento y en toda la ciudad, y los soldados corrieron con gritería a la casa, haciendo exclamaciones y prorrumpiendo en quejas y acriminaciones contra sí mismos, porque no habían sabido guardar a su emperador ni impedirle que muriera por ellos. Ninguno de los que se habían quedado con él desertó, con estar tan cerca los enemigos, sino que, adornando el cuerpo y levantando una pira, le llevaron a ella armados, mostrándose muy gozosos los que pudieron adelantarse a poner el hombro y alzar el féretro. De los demás, unos se arrojaban sobre el cadáver y besaban la herida, otros le cogían las manos y otros le veneraban de lejos. Algunos hubo que, dejando las antorchas sobre la hoguera, se quitaron la vida, sin que se supiese que habían recibido del muerto algún beneficio o que tenían motivo para temer algún grave mal del vencedor; de modo que, a lo que se ve, jamás hubo tirano o rey de quien se apoderase un tan violento y furioso amor de mandar como el que aquellos soldados tenían de ser mandados y de obedecer a Otón, pues que ni después de muerto los desamparó el sentimiento de su pérdida, que paró en un odio intolerable contra Vitelio.

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