Con esto, entonces disolvió la junta; pero reunido el pueblo al día siguiente, subiendo a la tribuna, intentó de nuevo persuadir a Octavio; mas hallándole irreducible, propuso ley para privarle del tribunado, y al punto hizo dar la voz de que los ciudadanos pasaran a votarla. Eran treinta y cinco las curias, y cuando habían votado diecisiete y no faltaba más que una para que Octavio quedara de particular, mandó suspender, y otra vez se puso a rogarle. Abrazóle a vista del pueblo e hizo otras demostraciones, instándole y suplicándole que ni a sí mismo se expusiera a aquel sonrojo, ni a él le pusiera en la precisión de haber de ser causa de una providencia tan dura y tan cruel. Dícese que estos ruegos y súplicas no los escuchó Octavio enteramente inmóvil y sereno, sino que se le llenaron los ojos de lágrimas y estuvo en silencio largo rato. Pero luego que miró a los ricos y a los poseedores de tierras que le tenían rodeado, es de creer que de vergüenza y temor a lo que éstos dirían se resolvió a todo trance, y dijo con entereza a Tiberio que hiciera lo que gustase. Sancionada de este modo la ley, mandó Tiberio a uno de sus libertos que echara a Octavio de la tribuna, porque se valía de sus libertos como de ministros, y esto hizo más digno de compasión el suceso de Octavio, al ver que se le echaba con ignominia. Mas el pueblo aún arremetió contra él, y acudiendo los ricos y conteniendo a éste, con gran dificultad se salvó Octavio, escabulléndose y huyendo de la muchedumbre; pero a un fiel esclavo suyo, que se le puso delante como para defenderle, le sacaron los ojos, con gran pesar de Tiberio, que luego que tuvo noticia de lo que pasaba acudió al tumulto, corriendo con la mayor diligencia.