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Disolvió, pues, entonces la junta, y habiendo entendido que de todas las disposiciones que a su propuesta se habían tomado la que peor impresión había hecho, no sólo en los poderosos, sino en la muchedumbre, era la relativa a Octavio- porque la grande y respetable autoridad de los tribunos, conservada ilesa hasta entonces, parecía que había sido hollada y escarnecida-, pronunció ante el pueblo un discurso, del que no deberá tenerse por inoportuno poner aquí algunos rasgos, para que se tenga idea de lo persuasivo y convincente de su dicción. Porque dijo: “Que un tribuno es sacrosanto e inviolable, a causa de que se consagra al pueblo y es del pueblo defensor; mas si cambiando de conducta ofende al pueblo, disminuye su poder, y le priva de votar, él mismo es quien se despoja de su dignidad, no haciendo aquello para que fue elegido, pues si no, al tribuno que arruinara el Capitolio o incendiara el arsenal debería dejársele en paz; y eso que el que esto hace es tribuno, aunque malo; pero si disuelve el pueblo ya no es tribuno. ¿Y no sería cosa repugnante que el tribuno pueda prender al cónsul, y que el pueblo no pueda despojar de su autoridad al tribuno cuando abusa de ella contra el mismo de quien la recibió? Porque al cónsul y al tribuno igualmente los elige el pueblo. Pues la prerrogativa real, conteniendo en sí todo poder y toda autoridad, era, además, consagrada con las ceremonias más augustas, y parecía en cierta manera cosa divina; y, sin embargo, la ciudad expelió a Tarquinio por ser injusto, y por la maldad de uno solo fue disuelta aquella autoridad patria que había fundado a Roma. ¿Y qué cosa hay en Roma tan sagrada y venerable como las que llamamos las vírgenes encargadas de guardar el fuego incorruptible? Y si alguna de ellas yerra, es enterrada viva: porque impías contra los dioses, no guardan lo inviolable y sagrado que por respeto a los mismos dioses se les concede. No es, pues, conforme a justicia que el tribuno injusto contra el pueblo conserve la inviolabilidad que en favor del pueblo le es dada, porque él mismo destruye la autoridad que le hace poderoso. Y si tiene justamente su autoridad, porque la mayor parte de las curias le votaron, ¿no se le quitará con mayor justicia todavía si todas votan contra él? Nada hay más santo e inviolable que las ofrendas y voto de los dioses, y nadie disputa al pueblo la facultad de usar de ellos, de moverlos y trasladarlos como le parece. Érale, pues, lícito trasladar al tribunado a otro, como una ofrenda; y prueba clara de no ser toda magistratura una cosa tan sagrada que no pueda quitarse, es que muchas veces los que las tienen hacen por sí renuncia y dimisión de ellas”.

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