A la mañana, muy temprano, vino con las aves que servían para los agüeros el que cuidaba de ellas, y les echó de comer; pero no salió más que una, por más que el pollero sacudió bien la jaula, y aun ésta no tocó la comida, sino que tendió el ala izquierda, alargó la pata y se volvió a la jaula; lo que le hizo a Tiberio acordarse de otra señal que había precedido. Tenía, en efecto, un casco que usaba para las batallas, graciosamente adornado y muy brillante, y habiéndose metido en él unas culebras, no se vio que habían puesto huevos y los habían sacado; y por esta razón causó mayor turbación a Tiberio lo ocurrido con las aves. Iba, sin embargo, a subir, sabiendo que era grande el concurso del pueblo al Capitolio, y al salir tropezó en el umbral, dándose tal golpe en el pie, que se le partió la uña del dedo grande y le salía la sangre por el zapato. Habían andado muy poco, cuando sobre un tejado se vieron a la izquierda unos cuervos riñendo; y pasando muchos, como era natural, junto a Tiberio, una piedra arrojada por uno de ellos cayó precisamente a sus pies; lo que hizo detener aun a los más osados de los que le acompañaban; pero llegando a este tiempo Blosio de Cumas, dijo que era grande vergüenza y miseria que Tiberio, hijo de Graco, nieto de Escipión, y el defensor del pueblo romano, por temor de un cuervo no acudiera adonde los ciudadanos lo llamaban, y que esto, que era vergonzoso, no lo harían pasar por burla los enemigos, sino que le pintarían al pueblo como un tirano que ya se daba grande importancia. Al mismo tiempo corrieron hacia Tiberio desde el Capitolio muchos de sus amigos, diciéndole que entrase, porque allí todo estaba como se pudiera desear. Y al principio todo le salió bien, pues apenas pareció le aclamaron con voces de amistad; cuando acabó de subir le recibieron con las mayores demostraciones, y, puestos alrededor de él, cuidaban de que no se le acercara ningún desconocido.