XXXIII

Con este encuentro, y viendo que nada adelantaba en lo que había sido objeto de su esperanza,, pensó Pirro en retirarse; pero, temiendo la estrechez de las puertas, envió en busca de su hijo Héleno, que había quedado a la parte afuera con fuerzas considerables, dándole orden de que aportillara el muro y amparara a los que saliesen, si eran perseguidos de los enemigos. Mas por la misma priesa y turbación del mensajero, que no acertó a expresar bien su encargo, y por extravío que además se padeció perdió aquel joven los elefantes que todavía le restaban y los mejores de sus soldados, y se entró por las puertas para dar auxilio a su padre. Retirábase ya Pirro, y mientras la plaza le dio terreno para retirarse y pelear, rechazó a los que le acosaban; pero, impelido de la plaza a un callejón que conducía a la puerta, se encontró allí con sus auxiliares, que venían de la parte opuesta, y por más que les gritaba que retrocediesen, no le oían, y aun a los que estaban prontos a ejecutarlo los atropellaban en sentido contrario los que de frente continuaban entrando por la puerta. Agregábase que el mayor de los elefantes, atravesado y rugiendo en ésta, era un nuevo estorbo para los que querían salir, y otro de los que habían entrado, al que se había dado el nombre de Nicón, procurando recoger a su conductor, a quien las heridas recibidas habían hecho caer, volvía también atrás, contrapuesto a los que buscaban salida, con su atropellamiento mezcló y confundió a amigos y enemigos, chocando unos con otros. Después, cuando hallándole muerto le alzó con la trompa y le aseguró con los colmillos, al volver trastornó de nuevo y destrozó como furioso a cuantos encontró el paso. Apretados y estrechados de esta manera entre sí, ninguno podía valerse ni aun a sí mismo, sino que, como si se hubieran pegado en un solo cuerpo, así toda aquella muchedumbre sufría infinidad de impresiones y mudanzas por ambos extremos; pocos eran, pues, los combates que podía haber con los enemigos, bien estuvieran al frente o bien a la espalda, y los propios, de unos a otros se causaban mucho daño, porque si alguno desenvainaba la espada o inclinaba la lanza, no había modo de retirarla o envainarla otra vez, sino que ofendía a quien se presentaba, y heridos unos de otros recibían la muerte.

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