De la convalecencia y ida a estudiar á Alcalá de Henáres.
ENTRÁMOS en casa de don Alonso, y echaronnos en dos camas con mucho tiento, porque no se nos desparramasen los huesos de puros roídos del hambre. Trujeron exploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mi, como habia sido mi trabajo mayor, y la hambre imperial (al fin me trataban como á criado), en buen rato no me los hallaron. Trajeron médicos, y mandaron que nos limpiasen con zorras el polvo de las bocas, como á retablos; y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar á la primera almendrada y á la primera ave las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo les hacia novedad. Mandaron los doctores que por nueve dias no hablase nadie recio en nuestro aposento, porque, como estaban huecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquier palabra. Con estas y otras prevenciones comenzamos á volver y cobrar algún aliento; pero nunca podian las quijadas desdoblarse, que estaban negras y alforzadas; y así, se dió orden que cada dia nos las ahormasen con la mano de un almirez. Levantémonos á hacer pinicos dentro de cuatro dias, y aun parecíamos sombras de otros hombres, y en lo amarillo y flaco, simiente de los padres del hiermo. Todo el dia gastábamos en dar gracias á Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso comiendo alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba el hambre tanto, que acrecentábamos la costa aquel dia. Solíamos contar á don Alonso cómo al sentarse á la mesa nos decia males de la gula (no habiéndola él conocido en su vida), y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de No matarás metía perdices y capones y todas las cosas que no queria darnos; y por el consiguiente la hambre, pues parecía que tenia por pecado, no solo el matarla, sino el criarla, segun recataba el comer. Pasáronsenos tres meses en esto, y al cabo trató don Alonso de inviar á su hijo á Alcalá á estudiar lo que le faltaba de la gramática. Díjome á mí si queria ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí de servir á su hijo, como veria. Y con esto dióle un criado para mayordomo que le gobernase la casa y le tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje: era una media camita, y otra de cordeles con ruedas, para metella debajo de la otra mia y del mayordomo, que se llamaba Aranda; cinco colchones y ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos á la tardecita antes de anochecer una hora, y llegamos á la media noche á la siempre maldita venta de Viveros. El ven tero era morisco y ladrón (que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel dia), hízonos gran fiesta, y como él y los ministros del carretero iban horros que ya habian llegado también con el hato ántes, que nosotros veníamos de espacio); pegóse al coche, dióme á mí la mano para salir del estribo, y díjome si iba á estudiar. Yo le respondí que sí. Metióme adentro, donde estaban dos rufianes con unas mujercillas, un cura rezando al olor, un viejo mercader y avariento procurando olvidarse de cenar, y dos estudiantes fregones de los de mantellina buscando trazas para engullir. Mi amo pues, como más nuevo en la venta, y muchacho, dijo:
—Señor huésped, déme lo que hubiere para mí y dos criados.
—Todos lo somos de vuesamerced, dijeron al punto los rufianes, y le hemos de servir. Hola, huésped, mirá que este caballero os agradecerá lo que hiciéredes: vaciad la dispensa. Y diciendo esto llegóse uno y quitóle la capa diciendo:
—Descanse vuesamerced, mi señor; y púsola en un poyo. Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las ninfas:
—¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va á estudiar? ¿Es vuesamerced su criado? Yo respondí creyendo que era así como lo decían, que yo y el otro lo éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo dije, cuando el uno de los estudiantes se llegó á él, medio llorando, y dándole un abrazo apretadísimo, dijo:
—¡Oh mi señor don Diego! ¡Quién me dijera á mí agora diez años que habia de Ver yo á vuesamerced desta manera! ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá vuesamerced! El se quedó admirado y yo también, que jurámos entrambos no habelle visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando á don Diego á la cara, y dijo á su amigo:
—¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra encontralle y conocelle, segun está de grande! Dios le guarde; y empezó á santiguarse. ¿Quién no creyera que se habian criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles, y oliendo la estafa, dijo:
—Dejen eso, que despues de cenar se hablará; que se enfria. Llegó un rufián y puso asientos para todos, y una silla para don Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes dijeron:
—Cene vuesamerced; que entre tanto que á nosotros nos adrezan lo que hubiere, le servirémos á la mesa.
—¡Jesús! dijo don Diego, vuesas mercedes se asienten si son servidos; y á esto respondieron los rufianes (no hablando con ellos):
—Luego, mi señor, que aun no está todo á punto o cuando vi á los unos convidados y á los otros que se convidaban, afligíme y temí lo que sucedió, porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y mirando á mi amo dijeron:
—No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas damas por comer; mande vuesamerced que alcancen un bocado. El, haciendo del galán, convidólas; sentáronse, y entre los dos estudiantes y ellas no dejaron en cuatro bocados sino un cogollo, el cual se comió don Diego; y al dársele aquel maldito estudiante le dijo:
—Un agüelo tuvo vuesamerced tio de mi padre, que en viendo lechugas se desmayaba; ¡que hombre era tan cabal! Y diciendo esto, se puso un panecillo, y el otro otro. Pues las ninfas ya daban cuenta de un pan, y el que más comia era el cura con el mirar solo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado, dos lonjas de tocino y un par de palominos cocidos, y dijeron:
—Pues, padre, ¿ahí se está? Llegue y alcance; que mi señor don Diego nos hace merced á todos. No bien se lo dijeron cuando se sentó: ya cuando vió mi amo que todos se le habian encajado, comenzóse á afligir; Repartiéronlo todo, y al don Diego dieron no sé qué huesos y alones; lo demás engulleron el cura y los otros. Decian los rufianes:
—No cene mucho, señor, que le hará mal; y replicaba el maldito estudiante:
—Y más que es menester hacerse á comer poco para la vida de Alcalá. Yo y el otro criado estábamos rogando á Dios que les pusiese en corazon que dejasen algo. Y ya que lo hubieron comido todo, y que el cura repasaba los huesos de los otros, volvió el un rufián y dijo:
—¡Oh pecador de mí! No habernos dejado nada á los criados. Vengan aquí vuesas mercedes. Ah señor huésped, déles todo lo que hubiere; vé aquí un doblon. Tan presto salió el descomulgado pariente de mi amo (digo el escolar), y dijo:
-Aunque vuesamerced me perdone, señor hidalgo, debe saber poco de cortesía: ¿conoce por dicha á mi señor primo? El dará á sus criados y aun á los nuestros si los tuviéramos, como nos ha dado á nosotros.
—No se enoje vuesamerced, que no le conocían. Maldiciones le eché cuando vi tan grande disimulación, que no pensé acabar. Levantaron las mesas, y todos dijeron á don Diego que se acostase; él quería pagar la cena, y replicáronle que á la mañana habria lugar. Estuviéronse un rato parlando; preguntóle su nombre al estudiante; y él dijo que se llamaba don Tal Coronel. En malos infiernos arda el embustero en con e quiera que está. Vió que dormia el avariento, dijo.
—¿Vuesamerced quiere reír? Pues hagamos alguna burla á este viejo, que no ha comido sino un peí o todo el camino, y es riquísimo. Los rufianes dijeron.
—Bien haya el licenciado; hágalo, que es razon. Con esto se llegó y sacó al pobre viejo que dormia, de debajo de los piés unas alforjas, y desenvolviéndolas halló una caja, y como si fuera de guerra, hizo gente. Llegáronse todos, y abriéndola, vió que era de alcorzas. Sacó todas cuantas habia, y en su lugar puso piedras, palos y lo que halló; luego se proveyó sobre lo dicho, y encima de la suciedad puso hasta una docena de yesones. Cerró la caja y dijo.
—Pues aun no basta; que bota tiene. Sacóla el vino, y desenfundando una almohada de nuestro coche, des pues de haber echado un poco de vino debajo, se la llenó de lana y estopa y la cerró. Con esto se fueron todos á acostar para una hora que quedaba media, el estudiante lo puso todo en las alforjas, y en la capilla del gaban echó una gran piedra, y fuése á dormir. Llegó la hora del caminar, despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y al levantarse no podia levantar la capilla del gaban; miró lo que era, y el mesonero adrede le riñó diciendo:
—Cuerpo de Dios, ¿no halló otra cosa que llevarse, padre, sino esta piedra?; Qué les parece á vuesas mercedes, si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados, porque es contra el dolor de estómago. Juraba y perjuraba diciendo que no habia metido él tal en la capilla.
Los rufianes hicieron la cuenta, y vino á montar sesenta reales, que no entendiera Juan de Léganos la suma. Decian los estudiantes:
—Como hemos de servir á vuesamerced en Alcalá, quedamos ajustados en el gasto. Almorzámos un bocado, y el viejo tomó sus alforjas; y porque no viésemos lo que sacaba y no partir con nadie, desatólas á escuras debajo el gaban, y agarrando un yesón untado, echóselo en la boca, y fuéle á hincar una muela y medio diente que tenia, y por poco los perdiera. Comenzó á escupir y hacer gestos de asco y de dolor. Llegámos todos á él, y el cura el primero, diciéndole qué tenia. Comenzóse á ofrecer á Satanás, dejó caer las alforjas, llegóse á él el estudiante, y dijo:
—Arriedro vayas, Satan, cata la cruz. Otro abrió un breviario, y hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo lo que era, y pidió le dejasen enjaguar la boca con un poco de vino que él traia en la bota. Dejáronle, y sacándola abrióla; y abocando en un vasito un poco de vino, salió con lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso, que no se podia beber ni colar. Entonces acabó de perder la paciencia el viejo, pero viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y mujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaron en un borrico, y nosotros nos pusimos en el coche; y aun no bien habia comenzado a caminar, cuando los unos y los otros nos comenzaron á dar vaya, declarando la burla. El ventero decia:
—Señor nuevo, á pocas estrenas como esta envejecerá. El cura decia:
—Sacerdote soy, allá se lo dirán de misas el estudiante maldito voceaba:
—Señor primo, otra vez rásquese cuando le coma, y no después. El otro decia:
Sarna dé á vuesamerced, señor don Diego. Nosotros dimos en no hacer caso. Dios sabe cuan corridos íbamos.
Con estas y otras cosas llegámos a la villa; apeámonos en mesón, y en todo el dia (que llegámos á las nueve) acabamos de contar la cena pasada, y nunca pudimos sacar en limpio el gasto.