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De lo que hice en Madrid, y lo que me sucedió hasta llegar en Cerecedilla, donde dormí.

RECOGIÓSE un rato á estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto se hizo hora de comer; comimos, y luego pidieron se leyese la premática. Yo por no haber otro qué hacer, la saqué y la leí; la cual pongo aquí, por haberme parecido aguda y conviniente á lo que se quiso reprehender en ella. Decia deste tenor:

PREMÁTICA CONTRA LOS POETAS GÜEROS, CHIRLES Y HEBENES

Dióle al sacristan la mayor risa del mundo, y dijo:

—Hablara yo para mañana. Por Dios, que entendí hablaba conmigo, y es solo contra los poetas hebenes. Cayóme á mí muy en gracia oirle decir esto, como si él fuera muy albillo ó moscatel. Dejé el prólogo, y comencé el primer capítulo, que decia:

Atendiendo á que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos (aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más inormes;—mandamos que la Semana Santa recojan á todos los poetas públicos y cantoneros, como á las malas mujeres, y que los desengañen del yerro en que andan, y procuren convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos.

Item, advirtiendo los grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol, como pasas á fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas,—les ponemos perpétuo silencio en las cosas del cielo, señalando meses vedados á las musas, como á la caza y pesca, porque no se agoten con la prisa que les dan.

Item, habiendo considerado que esta seta infernal de hombres condenados á perpétuo concepto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones, ha pegado el dicho achaque de poesía á las mujeres;—declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron al principio del mundo. Y porque aquel está pobre y necesitado, mandámos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales.

Aquí no lo pudo sufrir el sacristan, y levantándose en pié, dijo:.

—¡Más no, sino quitarnos las haciendas! No pase vuesamerced adelante; que de eso pienso apelar, y no con las mil y quinientas, sino á mi juez, por no causar perjuicio á mi hábito y dignidad; y en prosecución de la gastaré lo que tengo. Bueno es que yo, siendo eclesiástico, hubiese de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas de poeta clérigo no están sujetas á tal premática; y luego quiero irlo á averiguar ante la justicia. En parte me dió gana de reir: pero por no detenerme (que se me hacia tarde), le dije:

—Señor, esta premática es hecha por gracia; que no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de autoridad.

—¡Oh pecador de mí (dijo muy alborotado)! Avisara vuesamerced, que me hubiera ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe vuesamerced qué cosa es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado, y oir eso? Prosiga vuesamerced, y Dios se lo perdone el susto que me dió. Proseguí, diciendo:

Item, advirtiendo que despues que dejaron de ser moros (aunque todavía conservan algunas reliquias) se han metido á pastores, por lo cual andan los ganados flacos, de beber sus lágrimas, y chamuscados con sus ánimas encendidas, y tan embebecidos en su música, que no pacen,—mandámos que dejen el tal oficio, señalando ermitas á los amigos de soledad; y á los demás (por ser oficio alegre y de pullas) que se acomoden en mozos de muías.

—Algún marrajo ordenó tal cosa; y si supiera quién era, yo le hiciera una sátira que le pesara á él y á todos cuantos la vieran. ¡Miren qué bien le estaría á un hombre lampiño como yo la ermita! ¿Y un hombre vinageroso y sacristan ha de ser mozo de muías? Ea señor, que son grandes pesadumbres esas.

—Ya le he dicho á vuesamerced (repliqué yo), que son burlas y que las oiga como tales. Proseguí diciendo:

Item, por estorbar los grandes hurtos, mandamos que no se pasen coplas de Aragón á Castilla, ni de Italia á España, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese, y si reincide, de andar limpio una hora. Esto le cayó muy en gracia, porque traia él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias, que para enterrarse no era menester más de estregársela encima; el manteo, podíanse con él estercolar dos heredades.

Y así, medio riéndome, le dije que mandaba también tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan (y que como á tales no les enterrasen en sagrado), á las mujeres que se enamorasen de poeta á secas. Y que advirtiendo á la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que habia habido estos años fértiles, mandamos que los legajos que por sus deméritos escapasen de las especerías, fuesen á las necesarias sin apelación. Y por acabar, llegué al postrer capítulo, que decia así:

Pero advirtiendo con ojos de piedad que hay tres géneros de gentes en la república, tan sumamente miserables que no pueden vivir sin tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes,—mandamos que pueda haber algunos oficiales de esta arte, con tal que tengan carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes; limitando á los poetas de farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamientos; y á los ciegos que no sucedan los casos en Tetuan, desterrándoles estos vocablos hermanal y pundonores, y mandámosles que para decir la presente obra, no digan zozobra; y á los de sacristanes, que no hagan los villancicos con Gil ni Pascual, que no jueguen de vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo que, mudándoles el nombre, se vuelvan á cada fiesta.

Y finalmente, mandámos á todos los poetas, en común, que se descarten de Júpiter, Vénus, Apolo y otros dioses, so pena que los tendrán por abogados en la hora de la muerte.

A todos los que oyeron la premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado della; solo el sacristanejo comenzó á jurar por vida de las vísperas solemnes, introibo y kiries, que era sátira contra él, por lo que decia de los ciegos, y que él sabía mejor lo que habia de hacer que nadie. Y últimamente dijo:

—Hombre soy yo que he estado en una posada con Uñan, y he comido más de dos veces con Espinel; y que habia estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que habia visto á don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenia en su casa un retrato del divino Figueroa, y que habia comprado los gregüescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy dia los traia y malos. Enseñólos; y dióles esto á todos tanta risa, que no querian salir de la posada.

Al fin ya eran las dos, y como era forzoso el caminar, salimos de Madrid. Yo me despedí dél, aunque me pesaba, y comencé á caminar para el puerto. Quiso Dios que porque no fuese pensando en mal, me topé con un soldado; luego trabámos plática: preguntóme que si venía de la córte. Dije que de paso habia estado en ella.

—No está para más (dijo luego); que es pueblo para gente ruin: más quiero estar en un sitio la nieve á la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufrir las supercherías que se hacen á un hombre de bien. A esto le dije yo que advirtiese que en la córte habia de todo, y que estimaban mucho á cualquier hombre de suerte. ¡Qué estimaban (dijo muy enojado), si he estado yo seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del rey, como lo dicen estas heridas! Y enseñóme una cuchillada de á palmo en las ingles, que así era de contrabando como el sol es claro; luego en los calcañares me enseñó otros dos señales, y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habian sido sabañones. Quitóse el sombrero, y mostróme el rostro: calzaba diez y sois puntos de cara; que tantos tenia en una cuchillada que le partia las narices. Tenia otros tres chirlos, que se la volvían mapa á puras líneas.

—Estas (me dijo) me dieron en Paris en servicio de Dios y del rey, por quien veo trinchado mi gesto, y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles, por vida del licenciado, que no ha salido en campaña, voto á tal, hombre, vive Dios, tan señalado; y decia verdad, porque lo estaba á puros golpes. Comenzó á sacar cañones de hoja de lata y enseñarme papeles, que debían de ser de otro á quien habia tomado el nombre. Yo los leí, y dije mil cosas en su alabanza, y que el Cid ni Bernardo no habian hecho lo que él. Saltó en esto y dijo: ¿Cómo lo que yo? Voto á tal, que ni García de Paredes, Julián Romero ni otros hombres de bien. ¡Pese al diablo! Sí, que entonces sí que no habia artillería. Voto á tal, que no hubiera Bernardo para una hora en este tiempo. Pregunte vuesamerced en Flándes por la hazaña del Mellado, y verá lo que le dicen.

—¿Es vuesamerced acaso? le dije yo; y él me respondió:

—¿Pues qué, otro? ¿No ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos desto; que parece mal alabarse el hombre. Yendo en estas razones, topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga, que hacia lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludárnosle con el Deo gratias acostumbrado, y empezó á alabar los trigos, y en ellos la misericordia del Señor. Saltó el soldado y dijo:

—¡Ah padre! más espesas he visto yo las picas sobre mí; y voto á tal, que hice en el saco de Ambéres lo que pude; sí, juro á Dios. El ermitaño le reprehendía que no jurase tanto. El soldado le respondía: Bien se echa de ver, padre, que no ha sido soldado, pues me reprehende mi propio oficio. Dióme á mí gran risa de ver en lo que ponia la soldadesca; y eché de ver era algún picaron, porque entre ellos no hay costumbre tan aborrecida de los de importancia, cuando no de todos. Llegámos á la falda del Puerto: el ermitaño rezando el rosario en una carga de leña hecha bolas de madera, que á cada Ave-María sonaba un cabe; el soldado comparando las peñas á los castillos que habia visto, y mirando cuál lugar era fuerte, y adonde se habia de plantar la artillería. Yo los iba mirando; y tanto temia el rosario del ermitaño con las cuentas frisonas, como las mentiras del soldado. ¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte deste puesto, decia, y hiciera buena obra á los caminantes!

En estas y otras conversaciones llegámos á Cerecedilla: entramos en la posada todos tres juntos ya anochecido; mandámos aderezar la cena, era viernes, y entre tanto el ermitaño dijo:

—Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos Ave-Marías; y dejó caer de la manga el descuadernado. Dióme á mí gran risa ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo:

—Nó, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad. Yo, cudicioso, dije que jugaria otros tantos; y el ermitaño, por no hacer mal servicio, aceptó, y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta doscientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y bebérselo; pero así le sucedan todos sus intentos al turco. Fué el juego al parar; y lo bueno fué que dijo que no sabía el juego, é hizo que se le enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y luego nos la dió tal, que nos dejó blancos en la mesa. Heredónos en vida; retiróla el ladrón con las ancas de

.....Heredónos en vida.........

(El Buscón - lib. 1, cap. X.)

la mano, que era lástima: perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba á cada suerte doce votos y otros tantos pesias, aforrados en porvidas. Yo me comí las uñas, mientras el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba: acabó de pelarnos; quisímosle jugar sobre prendas; y él (tras haberme ganado á mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento) dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos prójimos; que no habia de tratar de otra cosa. No juren (decia); que á mí porque me encomendaba á Dios me ha sucedido bien. Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenia de los dedos á la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jugar más, y yo de la misma suerte. ¡Pesia tal! decia el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era): entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo. El se reia á todo esto. Tornó á sacar el rosario para rezar; y yo, que no tenia ya blanca, pedíle que me diese de cenar, y que pagase hasta Segovia la posada por los dos que íbamos en púribus. Prometió hacerlo; metióse sesenta güevos. ¡No vi tal en mi vida! Dijo que se iba á acostar: dormimos todos en una sala, con otra gente que estaba allí, porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza, y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles con las cajas de lata que los traia, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostándonos; el padre se persinó, y nosotros nos santiguamos dél: durmió, y yo estuve desvelado, trazando cómo quitarle el dinero. El soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin reme dio. Hízose hora de levantar; pidió luz muy apriesa; trajéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundia la casa á gritos, pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó; y como todos decíamos que se los diese, fué corriendo, y trajo tres bacines, diciendo:

—Hé ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios? entendiendo que nos habian dado cámaras. Aquí fué ella, que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le habia de matar porque hacia burla dél (que se habia hallado en la Naval, San Quintin y otras), trayéndole servicios en lugar de los papeles que le habia dado. Todos salimos tras él á tenerle, y aun no podíamos. Decia el huésped:

—Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado á saber que en lengua soldadesca se llaman así los papeles de las hazañas. Apaciguárnoslos, y tornámos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo que le habia hecho mal el susto. Pagó por nosotros, y salimos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño, y de ver que no le habiamos podido quitar el dinero.

Topámos con un ginovés (digo destos antecristos de las monedas de España) que subia el puerto, con un paje detrás, y él con su guardasol, muy á lo dineroso. Trabámos conversación con él, y todo lo llevaba á materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó á nombrar á Visanzon, y si era bien dar dineros ó nó á Visanzon; tanto, que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero; á lo cual respondió riéndose:

—Es un pueblo de Italia, donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamámos fulleros de pluma, á poner los precios por donde se gobierna la moneda; de lo cual sacámos que en Visanzon se llevaba el compás á los músicos de uña. Entretúvonos el camino, contando que estaba perdido porque habia quebrado un cambio, que le tenia más de sesenta mil esucdos; y todo lo juraba por su conciencia; aunque yo pienso que nadie casi tiene conciencia de todos los deste trato.

En estas pláticas vimos los muros de Segovia, y á mí se me alegraron los ojos, á pesar de la memoria que, con los sucesos de Cabra, me contradecía el contento. Llegué al pueblo, y á la entrada vi á mi padre en el camino aguardando. Enternecíme, y entré algo desconocido de como salí, con punta de barbas, bien vestido. Dejé la compañía; y considerando en quién conociera á mi tio (fuera del rollo) mejor en el pueblo, no hallé nadie de quién echar mano. Lleguéme á mucha gente á preguntar por Alonso Ramplón, y nadie me daba razón dél, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando estando en esto oí al precursor de la penca hacer de garganta, y á mi tio hacer de las suyas. Venía una procesion de desnudos, todos descaperuzados, de lante de mi tio; y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano, tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laudes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba mirando esto con un hombre (á quien habia dicho, preguntando por él, que era un gran caballero yo), veo á mi buen tio; y echando en mí los ojos (por pasar cerca), arremetió á abrazarme, llamándome sobrino. Pensóme morir de vergüenza; no volví á desqedirme de aquel con quien estaba. Fuíme con él, y díjome:

—Aquí te podrás ir, mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo. Yo, que me vi á caballo, y que en aquella sarta parecería punto ménos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado, que á no depender dél la cobranza de mi hacienda, no le hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes.

Acabó de repasarles las espaldas; volvió, y llevóme á su casa, donde me apeé y comimos.

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