VII

En que se prosigue el cuento con otros sucesos y desgracias notables.

AMANECIÓ, y despertamos á dar traza en los criados, plata y merienda. Al fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo, y no hay quien le pierda el respeto, pagándosela á un repostero de un señor, me dió plata, y la sirvió él y tres criados. Pasóse la mañana en aderezar lo necesario, y á la tarde ya yo tenia alquilado un caballico. Tomé el camino á la hora señalada para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles, como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla, y asomados unos papeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor, y ellos llamándome de vos, en señal de familiaridad. Habia dicho que me llamaba don Felipe Tristan; y en todo el dia habia otra cosa sino don Felipe acá y don Felipe allá. Yo comencé á decir que me habia visto tan ocupado con negocios de su majestad y cuentas de mi mayorazgo, que habia temido el no poder cumplir; y que así, las apercibía á merienda de repente. En esto llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos; los otros y ellas no hacian sino mirarme y callar. Mandóle que fuese al cenador; y que aderezase allí; que entre tanto nos íbamos á los estanques. Llegáronse á mí las viejas á hacerme regalos, y holguéme de ver descubiertas las niñas, porque no he visto desde que Dios me crió tan linda cosa como aquella en quien yo tenia asestado mi matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La otra no era mala, pero tenia más desenvoltura. Fuimos á los estanques, vímoslo todo, y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Heródes por inocente: no sabía. Pero, como yo no quiero á las mujeres para consejeras ni bufonas, esto me consoló. Llegámos cerca del cenador, y al pasar de una enramada prendióseme en un árbol la guarnición del cuello, y desgarróseme un poco. Llegó la niña, y prendiómelo con un alfiler de plata, y dijo la madre que enviase el cuello á su casa al otro dia, que allá le aderezaría doña Ana, que así se llamaba la niña. Estaba todo cumplidísimo, mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles; y estando en esto vi venir un caballero con dos criados por la huerta adelante; y cuando menos me cato, conozco á mi buen don Diego Coronel.

Acercóse á mí, y como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló á las mujeres y tratólas de primas, y á todo esto no hacía sino volver á mirarme. Yo me estaba hablando con el repostero; y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él. Preguntóles (segun se echó de ver despues) mi nombre, y ellos dijeron don Felipe Tristan, un caballero muy honrado y rico. Víale yo santiguarse. Al fin, delante de las y de todos se llegó á mí, y dijo:

—Vuesamerced me perdone; que por Dios que le tenia, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida á un criado que tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar. Riéronse todos mucho, y yo me esforcé, para que no me desmintiese la color, y díjele que tenia deseo de ver aquel hombre, porque me habian dicho infinitos que le era parecidísimo. ¡Jesús (hacía el don Diego)! ¿Cómo parecido? El talle, el habla, los meneos, no he visto tal cosa. Digo, señor, que es admiración grande, y que no he visto cosa tan parecida. Entonces las viejas, tia y madre, dijeron que cómo era posible que un caballero tan principal se pareciese á un pícaro tan bajo como aquél; y porque no sospechase nada dellas, dijo la una:

—Yo le conozco muy bien al señor don Felipe, que es el que nos hospedópor orden de mi marido en Ocaña. Yo entendí la letra, y dije que mi voluntad era y sería servirlas con mi poca posibilidad en todas partes. El don Diego se me ofreció, y pidió perdón del agravio que me habia hecho en tenerme por el hijo del barbero, y añadía:

—No lo creerá vuesamerced: su madre era hechicera, su padre ladrón y su tio verdugo, y él el más ruin hombre y el más mal inclinado que Dios tiene en el mundo. ¿Qué sentiria yo oyendo decir de mí en mi cara tan afrentosas cosas? Estaba (aunque lo disimulaba) como en brasas. Tratámos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despidímos, y don Diego se entró con ellas en el coche. Preguntólas que qué era la merienda y el estar conmigo; y la madre y la tia dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta, y que me queria casar con Anica; que se informase, y veria si era cosa, no sólo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje.

En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal, á San Felipe. Nosotros nos fuimos á casa juntos, como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme: yo entendíles la flor y sentóme; sacaron naipes (eran hechizos como pasteles); perdí una mano, di en irme por abajo y ganéles cosa de trecientos reales, y con tanto me despedí y vine á mi casa. Topó á mis compañeros licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome lo dejaron por preguntarme lo que me habia sucedido; no les dije más de que me habia visto en un grande aprieto. Contéles cómo me habia topado con don Diego, y lo que me habia sucedido; consoláronme, aconsejando que disimulase, y no desistiese de la pretensión por ningún camino ni manera.

En esto supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar: entendíalo yo entonces razonablemente, porque tenia más flores que un mayo y barajas hechas lindas. Determinámonos de ir á darles un muerto (que así llaman el enterrar una bolsa): envié los amigos delante, entraron en la pieza, y dijeron si gustarían de jugar con un fraile benito que acababa de llegar á curarse en casa de unas primas suyas, que venia enfermo y traia mucho del real de á ocho y escudo. Crecióles á todos el ojo, y clamaron:

—Venga el fraile en hora buena.

—Es hombre grave en la orden (replicó Pero López) y como ha salido, se quiere entretener; que él más lo hace por la conversación.

—Venga, y sea por lo que fuere.

—Por el recato... dijo Brandalagas.

-No hay tratar de más, respondió el huésped. Con esto ellos quedaron ciertos del caso, y creída la mentira. Vinieron los acólitos: ya yo estaba con un tocador en la cabeza, mi hábito de fraile benito (que en cierta ocasion vino á mi poder), unos anteojos y la barba, que por ser atusada no desayudaba. Entré muy humilde, sentéme, comenzóse el juego; ellos levantaban bien, y iban tres al mollino; pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada, que en espacio de tres horas me llevé más de mil y trescientos reales. Di barato, y con mi Loado sea nuestro Señor me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar; que era entretenimiento, y no otra cosa.

Los otros (que habian perdido cuanto tenian) dábanse á mil diablos; despedíme, y salímonos fuera. Venimos á casa á la una y media, y acostámonos despues de haber partido la ganancia. Consolóme con esto algo de lo sucedido, y á la mañana me levanté á buscar mi caballo, y no hallé por alquilar ninguno; en lo cual conocí que habia otros muchos como yo, pues andar á pié parecia mal, y más entonces. Fuíme á San Felipe, y topéme con un lacayo de un letrado (que tenia un caballo y le guardaba), que se habia acabado de apear á oir misa; metíle cuatro reales en la mano porque miéntras su amo estaba en la iglesia me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora. Consintió; subí en él, y di dos vueltas calle arriba y calle abajo, sin ver nada; y al dar la tercera asomóse doña Ana. Yo, que la vi, y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería; díle dos varazos, tiróle de la rienda; empínase, y tirando dos coces, aprieta á correr, y da conmigo por las orejas en un charco. Yo, que me vi así, y rodeado de niños que se habian llegado (y delante de mi dama), empecé á decir: ¡Oh mala bestia, no fuérades vos Valenzuela! Estas temeridades me han de acabar: habianme dicho las mañas y quise porfiar con él. Traia el lacayo ya el caballo, que se paró luego; yo torné á subir, y al ruido se habia asomado don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo, que le vi, me demudé. Preguntóme si habia sido algo; dije que nó, aunque tenia estropeada una pierna. Dábame el lacayo priesa, que no saliese su amo y lo viese; que habia de ir á palacio. Y soy tan desgraciado, que estándome diciendo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo, y conociendo su rocín, arremete al lacayo y empieza á darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo á nadie; y lo peor fué que, volviéndose á mí, me dijo que me apease con Dios, muy enojado. Todo esto pasaba delante de mi dama y de don Diego. No se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo, y con mucha razón, de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin me hube de apear. Subió el letrado, y fuése, y yo, por hacer la deshecha, quedé hablando desde la calle con don Diego, y dije:

—En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo overo en San Felipe, y es muy desbocado en la carrera y troton; dije cómo yo le corría y hacia parar; dijeron que allí estaba uno en que no lo haría (y era deste licenciado); quise probarlo: no se puede creer qué duro es de caderas, y con tan mala silla, que fué milagro no matarme.

—Si fué, dijo don Diego; y con todo, parece que se siente vuesamerced de esa pierna.

Arremete al lacayo y empieza á darle de puñadas

(El Buscón lib.° II, cap.° VII.)

—Sí, siento, dije yo entonces; y me querría ir á tomar mi caballo y á casa. La muchacha quedó en muy gran manera satisfecha, y con lástima y sentimiento (como se lo eché de ver) de mi caida; mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado y lo que habia pasado en la calle, y fué totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron. Y la mayor y fundamento de las otras fué que cuando llegué á casa, y fui á ver una arca, adonde tenia en una maleta todo el dinero que me habia quedado de mi herencia y de lo ganado al juego (ménos cien reales que yo traia conmigo), hallé que el buen licenciado Brandalagas y Pero López habian cargado con ello y no parecían. Quedé como muerto, sin saber qué consejo tomar de mi remedio. Decia entre mí: ¡Mal haya quien fia en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿qué haré? No sabía si ir á buscarlos, si dar parte á la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían, habian de achacar lo del hábito y otras cosas, y era morir en la horca; pues seguirlos, no sabía por dónde.

Al fin, por no perder también el casamiento (que ya yo me consideraba remediado con el dote), determiné de quedarme y apretarlo sumamente. Comí, y á la tarde alquilé mi caballo, y fuíme hácia la calle de mi dama. Y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba á la esquina, antes de entrar, á que pasase algún hombre que lo pareciese, y en pasando partía detrás dél, haciéndolo lacayo sin serlo; y en llegando al fin de la calle, metíame detrás, hasta que volviese otro que lo pareciese, y así daba otra vuelta. Yo no sé si fué la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego, ó si fué la sospecha del caballo y lacayo del letrado, ó qué se fué, que él se puso á inquirir quién era y de qué vivia, y me espiaba. En fin, tanto hizo, que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad; porque yo apretaba en lo del casamiento por papeles bravamente; y él, acosado dellas, que tenian gana de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla (que fué el que me convidó á comer cuando yo estaba con los caballeros); y éste, enojado de que yo no le habia vuelto á ver, hablando con don Diego, y sabiendo cómo yo habia sido su criado, le dijo de la suerte que me encontró cuando me llevó á comer, y que no habia dos dias que me habia topado á caballo muy bien puesto, y le habia contado cómo me casaba riquísimamente. No aguardó más don Diego; y volviéndose á su casa, encontró con los dos caballeros del hábito y la cadena amigos mios, junto á la Puerta del Sol, y contóles lo que pasaba; y díjoles que se aparejasen, y en viéndome á la noche en la calle, que me magullasen los cascos, y que me conocerían en la capa que él traia, que la llevaría yo. Concertáronse, y en entrando la calle, topáronme; y disimularon de suerte los tres, que jamás pensé que eran tan amigos mios como entonces. Estuvimos en conversación tratando de lo que sería bien hacer á la noche hasta el Ave-María. Entonces despidiéronse los dos, echaron hácia abajo, y yo y don Diego quedamos solos y echámos á San Felipe. Llegando á la entrada de la calle de la Paz dijo don Diego:

—Por vida de don Felipe, que troquemos las capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan.

—Sea en buen hora, dije yo. Tomé la suya inocentemente, y díle la mia en mala: ofrecíle mi persona para hacerle espaldas; mas él (que tenia trazado el deshacerme las mias) dijo que le importaba ir solo; que me fuése.

No bien me aparté dél con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo, por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan, y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí; di voces; y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron, y quedéme en la calle con los cintarazos; disimulé tres ó cuatro chichones que tenia, y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle de miedo. En fin, á las doce, que era la hora que solia hablar con ella, llegué á la puerta, y emparejando, cierra uno de los dos que me aguardaban por don Diego, con un garrote conmigo, y dame dos palos en las piernas y derríbame en el suelo; y llega el otro, y dame un trasquilón de oreja á oreja; y quítanme la capa y déjanme en el suelo, diciendo:

—Así pagan los picaros embustidores mal nacidos. Comencé á dar gritos y á pedir confesion; y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me habia salido con la traza de la Inquisición, ó el carcelero burlado, ó mis compañeros huidos, y al fin yo esperaba de tantas partes la cuchillada, que no sabía á quién echársela; pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era,—daba voces: A los capeadores. A ellas vino la justicia: levantáronme, y viendo mi cara con una zanja de un palmo, y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme á curar. Metiéronme en casa de un barbero: curóme; preguntáronme dónde vivia, y lleváronme allá.

Acostóme, y quedé aquella noche confuso y pensativo, viendo mi cara partida en dos pedazos, magullado el cuerpo, y tan lisiadas las piernas, de los palos, que no me podia tener en ellas ni las sentía. Yo quedé herido, robado, y de manera que ni podia seguir á los amigos ni tratar del casamiento, ni estar en la córte ni ir fuera.

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