VIII

De mi cura y otros sucesos peregrinos.

HE aquí á la mañana amanece á mi cabecera la huéspeda de la casa, vieja de bien, edad de marzo, cincuenta y cinco, con su rosario grande, y su cara hecha en orejon ó cáscara de nuez, segun estaba de arada. Tenia buena fama en el lugar, y echábase á dormir con ella. Llamábase Tal de la Guia, alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras. En todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, enseñándola lo primero cuáles cosas habia de descubrir de su cara. A la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; á la de buenas manos, se las enseñaba á esgrimir; á la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedejas por el manto y la toca; á buenos ojos, lindos bailes con las uñas, ya dormidillos cerrándolos, ya elevaciones mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban, y les corregia las caras de manera que al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. En solos ocho dias que yo estuve en casa la vi hacer todo esto; y para remate de lo que era, enseñaba á pelar, y refranes que dijesen, á las mujeres. Allí les decia cómo habian de encajar la joya, las niñas por gracia, las mozas por deuda, y las viejas por respeto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco, y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba á la Vidaña, su concurrente en Alcalá, y á la Planosa, en Burgos; mujeres de todo embustir. Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver á las manos que vine, y se ponderen mejor las razones que me dijo; y empezó por estas palabras (que siempre hablaba por refranes): De do sacan y no pon, hijo don Felipe, presto Llegan al hondon; de tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir; mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras, sin mirar que durmiendo caminamos á la huesa. Yo, como monton de tierra, te lo puedo decir. ¿Qué cosa es que me digan á mí que has despendido mucha hacienda sin saber cómo, y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, ya caballero, y todo por las compañías? Dime con quién andas, hijo, y diréte quién eres; cada oveja con su pareja; sábete, hijo, que de la mano á la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo; que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo en esta tierra de esa mercadería, y que me sustento de las posturas así que enseño como que pongo, y quedámonos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomada, que gasta las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que te hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado á mí, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenados y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aun los que me debes de la posada no te los pidiera agora, á no haberlos menester para unas candelicas y yerbas (que trataba en botes sin ser boticaria, y si la untaba las manos, se untaba, y salia de noche por la puerta del humo).

Yo, que vi que habia acabado la plática y sermón en pedirme (que con ser su tema, acabó en él, y no comenzó, como todos lo hacen) no me espanté de la visita; que no me la habia hecho otra vez mientras habia sido su huésped, sino fué un dia que me vino á dar satisfacciones de que habia oido que me habian dicho no sé qué de hechizos, y que la quisieron prender, y escondió la calle y casa. Vínome á desengañar y á decir que era otra Guia; y no es de espantar que con tales guias vamos todos desencaminados. Yo la conté su dinero; y estándosele dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la vinieran á prender, y sabían que estaba un amigo en casa. Entraron en mi aposento; y como me vieron, y ella conmigo, cerraron conmigo y con ella, y diéronme cuatro ó seis empellones muy grandes, y arrastráronme fuera: á ella la tenían asida otros dos, tratándola de bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacia la vida referida! A las voces que daba el alguacil, y mis grandes quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio á correr. Ellos, que lo vieron, arrancaron tras el pícaro y asiéronle, y dejáronme á mí repelado y apuñeteado; y con todo mi trabajo, me reia de lo que los picarones decían á la vieja, porque uno la miraba y decía:

—¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos á vuestro servicio! Otro:

—Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes para que entreis bizarra. Al fin trujeron al picaron, y atáronlos á entrambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé en algo aliviado de ver á mi buena huéspeda en el estado que tenia sus negocios; y así, no me quedaba otro cuidado sino el de levantarme á tiempo que la tirase mi naranja, aunque (segun las cosas que contaba una criada que quedó en casa) yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar, y otras cosas que no me sonaron bien. Estuve en la casa curándome ocho dias, y apénas podia salir, diéronme doce puntos en la cara y hube de ponerme muletas.

Halléme sin dinero, que los cien reales se consumieron en la cama, comida y posada; y así, por no hacer más gasto, no teniendo dinero, determinóme de salir con dos muletas de la casa, y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gaban de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatazos grandes, la capilla del gaban en la cabeza; un Cristo de bronce traia colgado del cuello, y un rosario. Impúsome, en la voz y frases doloridas de pedir, un pobre que entendía del arte mucho; y así comencé luego á ejercitarlo por las calles. Cosíme sesenta reales, que me sobraron, en el jubón; y con esto me metí á pobre, fiado en mi buena prosa. Anduve ocho dias por las calles aullando en! esta forma, con voz dolorida y reciamamiento de plegarias: Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo. Esto decia los dias de trabajo; pero los de fiesta, comenzaba con diferente voz, y decia: Fieles cristianos y devotos del Señor, por tan alta princesa como la Reina de los ángeles, Madre de Dios, dadle una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor. Y paraba un poco, que es de grande importancia, y decía: Un aire, corruto, en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros: que me vi sano y bueno, como se ven y se vean, loado sea Dios.

Venian con esto los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero; y ganara más si no se me atravesara un moceton mal encarado, manco de los brazos y con una pierna ménos, que me rondaba las mismas calles en un carretón, y cogia más limosna con pedir mal criado. Decia con voz ronca, rematando en chillido: Acordáos, siervos de Jesucristo, del castigo del Señor por mis pecados; dalde al pobre lo que Dios reciba; y añadia: Por el buen Jesú; y ganaba que era un juicio. Yo advertí, y no dije más Jesús, sino quitábale la s, y movia á más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogia maravillosa mosca. Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero y liadas, y mis dos muletas. Dormia en un portal de un cirujano con un pobre de cantón (uno de los mayores bellacos que Dios crió): estaba riquísimo, y era como nuestro rector; ganaba más que todos; tenia una potra muy grande, y atábase con un corcel el brazo por arriba, y parecía que tenia hinchada la mano y manca, y con calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto, y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente, y decia: ¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano! Si pasaba mujer, decía: Señora hermosa, sea Dios en su ánima; y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas. Si pasaba un soldadico, ¡ah, señor capitan (decia)! y si otro hombre cualquiera, ¡ah, señor caballero! Si iba alguno en coche, luego le llamaba señoría; y si clérigo en muía, señor arcediano: en fin, él adulaba terriblemente. Tenia modo diferente para pedir los dias de los santos; y vine á tener tanta amistad con él, que me descubrió un secreto, que en dos días estuvimos ricos: y era que este tal pobre tenia tres muchachos pequeños, que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían. Dábanle cuenta á él, y todo lo guardaba; iba á la parte con dos niños de cajeta en las sangrías que hacían de ellas.

Yo, con los consejos de tan buen maestro y con las liciones que me daba, tomé el mismo arbitrio, y me encaminó la gentecilla á propósito. Halléme en ménos de un mes con más de docientos reales horros; y últimamente me declaró (con intento que nos fuésemos juntos) el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos: y era que hurtábamos niños cada dia entre los dos cuatro ó cinco; pregonábanlos, y salíamos nosotros á preguntar las señas, y decíamos: Por cierto, señor, que lo topé á tal hora, y que si no llego, que lo mata un carro; en casa está. Dábannos el hallago, y venimos á enriquecer de manera, que me hallé yo con cincuenta escudos y ya sano de las piernas, aunque las traia entrapajadas.

Determiné de salirme de la córte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin yo me determiné; compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedíme de Valcázar (que era el pobre que dije), y busqué por los mesones en qué ir á Toledo.

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