Décima jornada

No te olvides de velar más en un comienzo lo que aquí vas a aclarar.

Cuanto más avanzamos, mejor podemos aclarar a nuestro lector algunos hechos que nos hemos visto obligados a mantenerle velados en el comienzo. Ahora, por ejemplo, podemos decirle cuál era el objeto de las visitas matutinas a las habitaciones de las criaturas, la causa que obligara a castigarlas cuando en estas visitas aparecía algún delincuente y cuáles eran las voluptuosidades que se saboreaban en la capilla: les estaba expresamente prohibido a los sujetos, fueran del sexo que fuesen, ir al retrete sin un permiso expreso, a fin de que esas necesidades, así conservadas, pudieran ofrecerse a la necesidad de quienes las deseaban. La visita servía para saber si alguien había faltado a esta orden: el amigo de mes inspeccionaba con cuidado todos los orinales y, si encontraba uno lleno, el sujeto era inmediatamente anotado en el libro de los castigos. Se concedía, sin embargo, una facilidad a aquellos o aquellas que ya no podían aguantarse: era la de dirigirse un poco antes de comer a la capilla, donde se había instalado un retrete construido de manera que nuestros libertinos pudieran disfrutar del placer que la satisfacción de esta necesidad podía proporcionarles; y el resto, que había podido aguantar el paquete, lo perdía en el transcurso del día de la manera que más gustaba a los amigos, y siempre por lo menos con mucha probabilidad de una de aquellas cuyos detalles escucharemos, ya que dichos detalles abarcarán todas las maneras de entregarse a este tipo de voluptuosidad. Había también otro motivo de castigo y helo aquí. Lo que se llama la ceremonia del bidé no gustaba demasiado a nuestros cuatro amigos: Curval, por ejemplo, no podía soportar que los sujetos con los que debía tener relaciones se lavasen; a Durcet le ocurría lo mismo, por lo que ambos advertían a la dueña de los sujetos con los que preveían divertirse al día siguiente, y se prohibía a dichos sujetos que utilizaran en ningún caso cualquier tipo de ablución o frotamiento, de la índole que fuere, y los otros dos que no abominaban de esto, aunque no les resultara tan esencial como a los dos primeros, se prestaban a la ejecución de este episodio, y si, después de la advertencia de que estuviera impuro, algún sujeto resultaba estar limpio, era inmediatamente anotado en la lista de los castigos. Esta fue la historia de Colombe y de Hébé aquella mañana. Habían cagado la víspera, en las orgías, y sabiendo que estaban de café al día siguiente, Curval, que pensaba divertirse con las dos y que había incluso avisado que las haría peer, había recomendado que dejaran las cosas en el estado en que estaban. Cuando las criaturas fueron a acostarse, no hicieron nada. En la visita, Durcet, enterado, quedó muy sorprendido de descubrirlas con la mayor limpieza; se disculparon diciendo que no se habían acordado, cosa que no las libró de ser anotadas en el libro de los castigos. Aquella mañana no se concedió ningún permiso de capilla. (Que el lector se digne recordar en el futuro qué entendemos por ello.) Era más que previsible la necesidad que se tendría de aquello, por la noche, en la narración, para no reservarlo todo para aquel momento.

Aquel día concluyeron también las lecciones de masturbación de los muchachos; ya eran inútiles, y todos masturbaban como las más hábiles putas de París. Zéphire y Adonis sobresalían entre todos por su destreza y su ligereza, y había pocas pollas que no hubieran eyaculado hasta la sangre, masturbadas por unas manitas tan hábiles y tan deliciosas. No hubo novedad alguna hasta el café; era servido por Giton, Adonis, Colombe y Hébé. Las cuatro criaturas, prevenidas, se habían atiborrado con todas las drogas capaces de provocar más ventosidades, y Curval, que se había propuesto hacer peer, recibió una gran cantidad de pedos. El duque se hizo chupar por Giton, cuya boquita apenas podía abarcar la enorme polla que le presentaban. Durcet cometió sus pequeños horrores predilectos con Hébé y el obispo folló a Colombe entre los muslos. Dieron las seis, pasaron al salón donde, estando todo a punto, la Duclos comenzó a contar lo que se leerá:

«Acababa de llegar a casa de Madame Fournier una nueva compañera que, debido al papel que desempeñará en el detalle de la pasión que sigue, merece que os la describa por lo menos a grandes rasgos. Era una joven modistilla, pervertida por el libertino del que os he hablado en casa de la Guérin y que también trabajaba para la Fournier. Tenía catorce años, cabellos castaños, los ojos oscuros y llenos de fuego, la carita más voluptuosa que era posible ver, la piel blanca como el lirio y suave como el satén, bastante bien hecha, aunque un poco gorda, ligero inconveniente del que resultaba el culo más fresco y más gracioso, el más rollizo y el más blanco que existió tal vez en París. El hombre que yo le vi despachar, por el agujero, era su estreno, pues todavía era virgen y muy probablemente por ambos lados. Así que un bocado semejante solo lo entregaron a un gran amigo de la casa: era el viejo abad de Fierville, tan conocido por sus riquezas como por sus desenfrenos, gotoso hasta la punta de los dedos. Llega encubierto de pies a cabeza, se instala en la habitación, examina todos los utensilios que va a necesitar, lo prepara todo, y llega la pequeña; la llamaban Eugénie. Un poco asustada de la cara grotesca de su primer amante, baja la mirada y se sonroja. “Acércate, acércate”, le dice el libertino, “y déjame ver tus nalgas”. “Señor…”, dice la criatura sorprendida. “Vamos, vamos”, dice el viejo libertino; “no hay nada peor que estas pequeñas novicias; no conciben que se quiera ver un culo. ¡Vamos, arremángate, arremángate!” Y adelantándose al fin la pequeña, por miedo a disgustar a la Fournier, a la que había prometido ser muy complaciente, se arremanga a medias por detrás. “Más arriba, más arriba”, dice el viejo verde. “¿Crees que voy a tomarme la molestia de hacerlo yo?” Y, al final, el bonito culo aparece por entero. El abad lo examina, la hace estirarse, la hace doblarse, le hace cerrar las piernas, le hace abrirlas y, apoyándola contra la cama, frota por un instante groseramente todas sus partes delanteras, que ha puesto al descubierto, contra el bonito culo de Eugénie, como para electrizarse, como para apropiarse de un poco del calor de la hermosa criatura. De ahí pasa a los besos, se arrodilla para estar más a sus anchas y, manteniendo con sus dos manos las bellas nalgas lo más abiertas posible, revuelve sus tesoros con su lengua y con su boca. “No me han mentido”, dice, “tienes un culo bastante bonito. ¿Hace mucho que has cagado?” “Hace un momento, señor”, dice la pequeña. “Antes de subir Madame me ha hecho tomar esta precaución”. “¡Ah!, ¡ah!… De modo que ya no tienes nada en las entrañas”, dice el libertino. “Bien, vamos a verlo”. Y, apoderándose entonces de la jeringa, la llena de leche, vuelve al lado de su objeto, apunta la cánula y clava el clister. Eugénie, prevenida, se presta a todo, pero tan pronto como el remedio está en el vientre, él, acostándose boca abajo en un canapé, ordena a Eugénie que se monte a horcajadas encima de él y que le devuelva en la boca todo lo que le ha metido. La tímida criatura se pone como le han dicho, empuja, el libertino se masturba, su boca, herméticamente pegada al agujero, no le deja perder ni una gota del precioso licor que de él mana. Lo traga todo con el máximo cuidado, y tan pronto como llega al último sorbo su leche se escapa y acaba de sumirle en el delirio. Pero ¿qué es exactamente ese humor, esa repugnancia que, en casi todos los auténticos libertinos, sigue a la caída de sus ilusiones? El abad, rechazando a la chiquilla lejos de él, brutalmente, tan pronto como ha terminado, se viste, afirma que le han engañado al decir que harían cagar a la criatura, que no había cagado y que él se ha tragado medio zurullo. Hay que hacer notar que el señor abad solo quería leche. Gruñe, blasfema, echa pestes, dice que no pagará, que no volverá jamás, que no vale la pena moverse por una mocosa semejante, y se va añadiendo a todo eso otras mil invectivas que ya encontraré la ocasión de contaros en otra pasión de la que constituyen la parte principal, mientras que aquí solo serían un accesorio muy débil».

«Pardiez», dijo Curval, «vaya un hombre delicado: ¿enfadarse porque ha recibido un poco de mierda? ¿Y los que la comen?» «Paciencia, paciencia, monseñor», dijo Duclos, «permitid que mi relato avance en el orden que vosotros mismos habéis exigido, y veréis cómo les llegará el turno a los singulares libertinos de que habláis».

Esta banda ha sido escrita en 20 veladas, de las siete a las diez, y se ha terminado el 12 de septiembre de 1785.

Leed el resto en el reverso de la banda. Lo que sigue es la continuación del final del reverso.

«Dos días después, me tocó a mí. Me habían avisado, y llevaba treinta y seis horas aguantándome. Mi héroe era un viejo limosnero del rey, tullido por la gota como el anterior. Tenía que acercarme a él desnuda, pero la parte delantera y el seno debían quedar cubiertos con el mayor cuidado; me habían recomendado esta condición con la mayor exactitud, asegurándome que si, desgraciadamente, él llegaba a descubrir el mínimo vestigio de estas partes, jamás lograría que se corriera. Me acerco, él examina atentamente mi trasero, me pregunta mi edad, si es cierto que tengo muchas ganas de cagar, de qué tipo es mi mierda, si es blanda, si es dura, y mil preguntas más que parecen animarlo, porque poco a poco, mientras charlábamos, su pene se empinó y me lo mostró. Esta minina, de unas cuatro pulgadas de longitud por dos o tres de circunferencia, tenía, pese a su brillo, un aspecto tan humilde y tan lastimoso que casi hacían falta anteojos para descubrir su existencia. A solicitud de mi hombre, sin embargo, la cogí y, viendo que mis sacudidas excitaban bastante bien sus deseos, se animó a consumar el sacrificio. “¿Es cierto, hija mía”, me dijo, “el deseo de cagar que me anuncias? Porque no me gusta que me engañen. Veamos, veamos si tienes realmente mierda en el culo”. Y, diciendo esto, me hunde el dedo medio de su mano derecha en el ano, mientras con la izquierda sostenía la erección que yo había provocado en su pene. El dedo sondeador no necesitó ir lejos para convencerse de la necesidad real que yo le aseguraba. Apenas la hubo tocado ya se extasiaba: “¡Ah, voto a Dios!”, dijo, “no me engaña, la gallina está a punto de poner y acabo de tocar el huevo”. El libertino encantado me besa al instante el trasero, y viendo que yo lo aprieto, y que ya no puedo aguantarme más, me hace subir a una especie de máquina bastante parecida a la que tenéis aquí, señores, en vuestra capilla: allí, mi trasero, perfectamente expuesto a sus ojos, podía dejar caer su deposición en un orinal colocado un poco más abajo, a dos o tres dedos de sus narices. Esta máquina había sido construida para él, y hacía de ella un uso frecuente, pues apenas pasaba un día sin venir por casa de la Fournier para dicha operación, tanto con extrañas como con mujeres de la casa. Un sillón, puesto debajo del aro que sostenía mi culo, era el trono del personaje. Tan pronto como me ve allí, se sienta él y me ordena que comience. Como preludio, unos cuantos pedos; los aspira. Al fin aparece la mierda; se extasía: “¡Caga, mi pequeña, caga, ángel mío!”, exclama completamente inflamado. “Deja que vea bien cómo la mierda sale de tu hermoso culo”. Y la ayudaba; sus dedos, apretando el ano, facilitaban la expulsión; se masturbaba, observaba, se embriagaba de voluptuosidad, y el exceso del placer le transporta al final completamente fuera de sí; sus gritos, sus suspiros, sus manoseos, todo me convence de que alcanza la última fase del placer, y me aseguro de ello al girar la cabeza y ver cómo su instrumento en miniatura suelta unas pocas gotas de esperma en el mismo orinal que yo acababa de llenar. Este se fue sin malhumor; llegó a asegurarme que me haría el honor de volver a verme, aunque yo estuviese convencida de lo contrario, sabiendo perfectamente que jamás veía dos veces a la misma muchacha».

«Me parece muy bien», dijo el presidente, que besaba el culo de Aline, su compañera de canapé; «hay que estar como nosotros estamos, hay que estar reducidos a la carestía que nos abruma para hacer cagar un culo más de una vez». «Señor presidente», dijo el obispo, «tenéis un cierto tono de voz entrecortado que me hace pensar que estáis empalmando». «¡Ah!, nada de eso», contestó Curval, «beso las nalgas de vuestra señorita hija, que ni siquiera tiene la amabilidad de soltarme un miserable pedo». «Yo soy entonces más afortunado que vos», dijo el obispo, «pues he aquí que vuestra señora esposa acaba de ofrecerme el zurullo más bonito y más suculento…» «Vamos, silencio, señores, ¡silencio!», dijo el duque, cuya voz parecía ahogada por algo que le cubría la cabeza; «¡silencio, demonios!, estamos aquí para escuchar y no para actuar». «Así que tú no haces nada», le dijo el obispo, «y para escuchar es por lo que te veo repantigado debajo de tres o cuatro culos». «Vamos, vamos, tiene razón. Sigue, Duclos, será más prudente que escuchemos unas tonterías y no que las hagamos, hay que reservarse». Y la Duclos iba a continuar, cuando se oyeron los gritos habituales y las blasfemias usuales de las eyaculaciones del duque, el cual, rodeado de su grupo, perdía lúbricamente su leche, masturbado por Augustine que se la meneaba, dijo, de manera deliciosa, y haciendo con Sophie, Zéphire y Giton todo tipo de tonterías muy parecidas a las que contaban. «Ah, ¡me cago en Dios!, no puedo soportar estos malos ejemplos. No sé de nada que haga correrse tanto como ver que alguien se corre, y ahí tienes a esta putita», dijo hablando de Aline, «que hace un rato no podía hacer nada y que ahora hace todo lo que se quiere… No importa, me aguantaré. ¡Ah, por mucho que cagues, zorra, por mucho que cagues, no me correré!» «Ya veo, señores», dijo Duclos, «que después de haberos pervertido, también me corresponde a mí devolveros la sensatez, y para conseguirlo voy a reanudar mi relato sin esperar vuestras órdenes». «¡Eh!, no, no», dijo el obispo, «yo no soy tan reservado como el señor presidente; la leche me escuece y tiene que salir». Y, diciendo esto, se le vio hacer delante de todo el mundo ciertas cosas que el orden que nos hemos impuesto no nos permite todavía desvelar, pero cuya voluptuosidad hizo correr muy rápidamente la esperma cuyo escozor comenzaba a molestar sus cojones. A Durcet, absorbido en el culo de Thérèse, no se le oyó, y probablemente la naturaleza le negaba lo que concedía a los otros dos, porque habitualmente no estaba mudo cuando ella le concedía sus favores. La Duclos, en este momento, viéndoles a todos calmados, emprendió así la continuación de sus lúbricas aventuras:

«Un mes después, vi a un hombre al que había casi que violar para una operación bastante parecida a la que acabo de referiros. Yo cago en un plato y se lo acerco a la nariz, en un sillón donde estaba leyendo como si no tuviera nada que ver conmigo. Me insulta, me pregunta cómo puedo ser tan insolente como para hacer cosas semejantes en su presencia, pero no bien huele el zurullo, lo mira y lo manosea. Yo le pido excusas por mi atrevimiento, él sigue diciéndome tonterías y se corre, con la mierda bajo la nariz, diciéndome que ya volveríamos a vernos y que sabría lo que era bueno.

»Un cuarto solo utilizaba en semejante fiesta a mujeres de setenta años. Le vi operar con una que tenía por lo menos ochenta. Estaba acostado en un canapé; la matrona, a horcajadas sobre él, le depositó su vieja cagada en el vientre masturbándole una vieja minga arrugada que casi no se corrió.

»Había en casa de la Fournier otro mueble bastante extraño: era una especie de silla-retrete en la que un hombre podía colocarse de tal manera que su cuerpo pasara a otra habitación y que solo su cabeza se hallara a la altura del orinal. Yo estaba del lado de su cuerpo y, arrodillada entre sus piernas, le chupaba la polla lo mejor que sabía durante la operación. Ahora bien, la extraña ceremonia consistía en que un villano, pagado para eso sin saber ni investigar lo que hacía, entrara por el lado donde estaba el culo de la silla, se sentara encima y allí soltara su deposición que, así mediante, caía a plomo sobre el rostro del paciente que yo despachaba. Pero era preciso que este hombre fuera exactamente un palurdo y elegido entre lo más horrible que pudiera ofrecer la crápula; era necesario, además, que fuera viejo y feo. Antes lo mostraban, y sin todas estas cualidades era rechazado. Yo nada vi, pero lo oí: el momento espectacular fue el de la eyaculación de mi hombre; su leche penetró en mi gaznate a medida que la mierda le cubría la cara, y le vi salir de ahí en un estado que me confirmó que había sido bien servido. Terminada la operación, la casualidad me permitió encontrarme al caballero que acababa de ser utilizado: era un buen y honorable auvernés que trabajaba de peón albañil, encantadísimo de sacar un escudo de una ceremonia que, limitándose a liberar lo superfluo de sus entrañas, le resultaba infinitamente más suave y más agradable que transportar la artesilla. Era espantosamente feo y debía de tener más de cuarenta años».

«Reniego de Dios», dijo Durcet, «eso sí que está bien». Y entrando en su gabinete con el mayor de los folladores, Thérèse y la Desgranges, se le oyó berrear unos minutos después, sin que a la vuelta quisiera comunicar a la compañía los excesos a que acababa de entregarse. Sirvieron la cena que, por lo menos, fue tan libertina como de costumbre, y los amigos tuvieron la fantasía, aquella sobremesa, de ir cada uno por su lado, en lugar de divertirse todos juntos como solían hacer. El duque ocupó el saloncillo del fondo con Hercule, la Martaine, su hija Julie, Zelmire, Hébé, Zélamir, Cupidon y Marie. Curval se apoderó del salón de historias con Constance, que se estremecía cada vez que debía encontrarse con él, que hacía cualquier cosa menos tranquilizarle, con Fanchon, la Desgranges, Brise-cul, Augustine, Fanny, Narcisse y Zéphire. El obispo pasó al salón de reuniones con la Duclos, que aquella noche fue infiel al duque para vengarse de que él lo fuera llevándose a Martaine, con Aline, Bande-au-ciel, Thérèse, Sophie, la encantadora pequeña Colombe, Céladon y Adonis. Durcet se quedó en el comedor donde quitaron la mesa y colocaron alfombras y cojines por el suelo. Allí se encerró, digo, con Adélaïde, su querida esposa, Antinoüs, Louison, Champville, Michette, Rosette, Hyacinthe y Giton. Un redoblamiento de lubricidad más que cualquier otra razón había dictado sin duda aquel acuerdo, pues las cabezas se calentaron tanto aquella velada que, por opinión unánime, nadie se acostó, pero, a cambio, la cantidad de guarrerías y de infamias que se cometieron en cada habitación es inimaginable. Al amanecer, quisieron sentarse de nuevo a la mesa, pese a que habían bebido mucho a lo largo de la noche. Se sentaron todos mezclados, sin orden ni concierto, y las cocineras, que fueron despertadas, enviaron huevos revueltos, sopa de cebolla y tortillas. Siguieron bebiendo, pero Constance estaba con una tristeza que nada podía calmar. El odio de Curval crecía a la par que el pobre vientre de ella. Acababa de sufrir durante las orgías de aquella noche, a excepción de golpes porque habían decidido dejar crecer el fruto, de sufrir, digo, a excepción de eso, los peores tratos imaginables. Quiso quejarse a Durcet y al duque, su padre y su marido, que la mandaron al diablo y le dijeron que debía de tener algún defecto que ellos no veían para disgustar así al más virtuoso y al más honesto de los hombres: eso es todo lo que consiguió. Y fueron a acostarse.

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