La Duclos advirtió esa mañana que consideraba prudente, o bien ofrecer a las muchachas otros contrincantes para el ejercicio de la masturbación, o bien cesar sus lecciones, creyéndolas suficientemente instruidas. Dijo, con mucha sensatez y verosimilitud, que, utilizando a aquellos jóvenes conocidos bajo el nombre de folladores, podían surgir unos amoríos que era prudente evitar, que, además, aquellos jóvenes valían muy poco para aquel ejercicio, dado que se corrían inmediatamente, y que todo ello iba en menoscabo de los placeres que de ellos esperaban los culos de los señores. Se decidió, pues, que las lecciones concluyeran, y con mayor motivo porque entre ellas había ya varias que masturbaban a las mil maravillas. Augustine, Sophie y Colombe habrían podido enfrentarse respecto a la habilidad y la flexibilidad de la muñeca con las más famosas pajilleras de la capital. De todas ellas, Zelmire era la menos diestra: no es que no fuera muy ágil y muy mañosa en todo lo que hacía, sino que su temperamento tierno y melancólico no le permitía olvidar sus penas y siempre estaba triste y pensativa. En la visita del desayuno de aquella mañana, su dueña la acusó de haber sido sorprendida, la noche anterior, rezando a Dios antes de acostarse. La hicieron venir, la interrogaron, le preguntaron cuál era el tema de sus oraciones. Al principio se negó a decirlo, después, viéndose amenazada, confesó llorando que rogaba a Dios que la librara de los peligros en que se hallaba, y sobre todo antes de que se hubiera atentado contra su virginidad. El duque manifestó entonces que merecía la muerte, y le hizo leer el artículo concreto de las ordenanzas a este respecto. «Bien», dijo ella, «¡matadme! El Dios a quien invoco tendrá al menos piedad de mí. Matadme antes de deshonrarme, y por lo menos el alma que yo le consagro volará pura a su seno. Me liberaré del tormento de ver y de oír tantos horrores cada día». Una respuesta en la que reinaba tanta virtud, candor y amabilidad hizo empalmar prodigiosamente a nuestros libertinos. Los había que pensaban desvirgarla inmediatamente, pero el duque, recordándoles los compromisos inviolables que habían tomado, se limitó a condenarla unánimemente con sus colegas a un violento castigo para el sábado siguiente y, mientras tanto, a mamar de rodillas durante un cuarto de hora la polla de cada uno de los amigos, advirtiéndola de que, en caso de reincidencia, perdería decididamente la vida y sería juzgada con todo el rigor de las leyes. La pobre criatura cumplió la primera parte de su penitencia, pero el duque, a quien la ceremonia había excitado y que, después de pronunciar su sentencia, le había sobado prodigiosamente el culo, esparció villanamente todo su semen en la bonita boquita, amenazándola con estrangularla si rechazaba una sola gota, y la pobrecita desventurada se lo tragó todo, no sin tremendas repugnancias. Los otros tres fueron chupados a su vez, pero no perdieron nada, y después de las ceremonias habituales de la visita a los muchachos y a la capilla, que aquella mañana produjo poco porque casi todo el mundo había sido rechazado, comieron y pasaron al café. Lo servían Fanny, Sophie, Hyacinthe y Zélamir. Curval pensó en follar a Hyacinthe por los muslos y obligar a Sophie a chupar, entre los muslos de Hyacinthe, la parte sobresaliente de su polla. La escena fue divertida y voluptuosa; masturbó e hizo correrse al chiquillo en las narices de la muchacha, y el duque que, por la longitud de su polla, era el único que pudo imitar esta escena, la repitió de igual manera con Zélamir y Fanny. Pero el muchacho todavía no se corría; de modo que se vio privado de un episodio muy agradable del que disfrutaba Curval. A continuación, Durcet y el obispo buscaron cuatro criaturas y también se la hicieron chupar, pero nadie se corrió y, después de una breve siesta, pasaron al salón de las historias donde, cuando todos estuvieron en sus puestos, la Duclos retomó así el hilo de sus narraciones:
«Con cualquiera que no fuerais vosotros, señores», dijo la amable mujer, «temería abordar el tema de las narraciones que nos ocupará toda esta semana, pero, por muy crapuloso que sea, vuestros gustos me son harto conocidos para que en lugar de temer disgustaros no esté por el contrario más que persuadida de resultaros agradable. Os prevengo de que escucharéis unas porquerías abominables, pero vuestros oídos están habituados a ellas, vuestros corazones las aman y las desean, y entro en materia sin más demora. Teníamos un viejo parroquiano, en casa de Madame Fournier, al que, no sé por qué ni cómo, llamábamos el caballero, que tenía la costumbre de venir regularmente todas las noches a la casa para una ceremonia tan simple como extravagante: se desabrochaba los calzones, y era preciso que una de nosotras, por turno, se le cagara dentro. Inmediatamente después se los abrochaba y salía rápidamente llevándose el paquete. Mientras se lo ofrecíamos se masturbaba un instante, pero jamás le veíamos correrse y tampoco sabíamos dónde iba con su cagada así envuelta».
«¡Oh, pardiez!», dijo Curval, que siempre que oía algo tenía ganas de hacerlo, «quiero que caguen en mis calzones y conservarlo toda la velada». Y ordenando a Louison que fuera a prestarle el servicio, el viejo libertino ofreció a la asamblea la representación real del gusto cuyo relato acababan de escuchar. «Vamos, sigue», le dijo flemáticamente a la Duclos instalándose en el canapé, «solo la bella Aline, mi encantadora compañera de velada, puede sentirse ofendida por este asunto, pues, por lo que a mí concierne, me encanta». Y Duclos prosiguió en estos términos:
«Avisada», dijo, «de todo lo que debía ocurrir en la casa del libertino adonde me enviaban, me vestí de muchacho, y como solo tenía veinte años, unos hermosos cabellos y una bonita cara, el traje me sentaba a las mil maravillas. Tomé la precaución de hacer antes de partir, en mis calzones, lo que el señor presidente acaba de hacerse hacer en los suyos. Mi hombre me esperaba en la cama, me acerco, me besa dos o tres veces muy lúbricamente en la boca, me dice que soy el muchachito más bonito que nunca ha visto y, al mismo tiempo que me lisonjea, intenta desabrochar mis calzones. Yo me defiendo un poco, con la única intención de inflamar aún más sus deseos, insiste, lo consigue, pero cómo describir el éxtasis que le invade no bien descubre tanto el paquete que llevo como la plasta que ha formado entre mis dos nalgas. “¿Cómo, tunante?”, me dice, “¡te has cagado en los calzones!… ¿Cómo puedes hacer cochinadas semejantes?” Y al instante, manteniéndome siempre enmerdada y con los calzones bajados, se masturba, se sacude, se pega a mi espalda y arroja su leche en la plasta hundiéndome su lengua en la boca».
«¡Vaya!», dijo el duque, «¿no tocó nada, no manoseó nada de lo que tú sabes?» «No, monseñor», dijo la Duclos, «yo os lo digo todo y no oculto ninguna circunstancia. Pero un poco de paciencia, y poco a poco llegaremos a lo que queréis decir».
«“Vamos a ver a uno muy gracioso”, me dijo una de mis compañeras; “no necesita mujer, se divierte a solas”. Nos dirigimos al agujero, enteradas de que, en la habitación vecina, adonde él tenía que dirigirse, había una silla-retrete que desde hacía cuatro días nos habían ordenado llenar y que por lo menos debía de contener más de una docena de zurullos. Llega nuestro hombre; era un viejo oficial de recaudaciones de unos setenta años. Se encierra; va derecho al orinal que, como sabe, encierra los perfumes cuyo disfrute ha pedido. Lo toma y, sentándose en un sillón, examina amorosamente durante una hora todas las riquezas de que le hacen poseedor. Huele, toca, manosea, parece sacarlos todos uno tras otro para tener el placer de contemplarlos mejor. Al fin, extasiado, saca de su bragueta un viejo pingo negro que sacude con todas sus fuerzas; una mano masturba, la otra se hunde en el orinal, regala al instrumento que festeja un pienso capaz de inflamar sus deseos; pero ni aun así se levanta. Hay momentos en que la naturaleza es tan esquiva que ni los excesos que más nos deleitan consiguen arrancarle nada. Por mucho que hizo, no se levantó nada; pero a fuerza de sacudidas, hechas con la misma mano que acababa de ser pringada en los excrementos, brotó la eyaculación: se estira, se recuesta, huele, respira, frota su polla y se corre sobre el montón de mierda que tanto lo deleita.
»Otro cenó a solas conmigo y quiso en la mesa doce platos llenos del mismo manjar, mezclados con los de la cena. Los olía, los aspiraba uno tras otro y, después de la cena, me ordenó que le masturbara encima del que le había parecido más hermoso.
»Un joven relator del Consejo de Estado pagaba un tanto por cada lavativa que la mujer iba a recibir. Cuando estuve con él, tomé siete, que él mismo me administró con su propia mano. Después de conservar cada una de ellos unos minutos, tenía que subir a una escalera de mano, él se ponía debajo, y yo le devolvía sobre su polla, que él masturbaba, toda la inmersión con que acababa de regar mis entrañas».
Es fácil imaginar que toda esta velada transcurrió entre marranadas más o menos del tipo de las que se acababan de escuchar, y se creerá aún con mayor facilidad porque este gusto era general en nuestros cuatro amigos, y, aunque Curval fuera el que lo llevaba más lejos, los otros tres no estaban menos encaprichados. Los ocho zurullos de las muchachas fueron colocados entre los platos de la cena, y en las orgías sin duda se insistió también sobre todo eso con los muchachos, y así es como terminó esta novena jornada cuyo final se vio llegar con un placer incrementado porque se suponía que el día siguiente permitiría escuchar, sobre el tema que tanto le gustaba, unos relatos algo más detallados.