Octava jornada

Habiendo infundido respeto los ejemplos de la víspera, no se encontró ni se pudo encontrar a nadie en falta a la mañana siguiente. Prosiguieron las lecciones sobre los folladores y, como no se produjo ningún acontecimiento hasta el café, comenzaremos esta jornada en aquel momento. Era servido por Augustine, Zelmire, Narcisse y Zéphire. Recomenzaron las jodiendas entre muslos; Curval se apoderó de Zelmire y el duque de Augustine, y después de haber admirado y besado sus bonitas nalgas, que tenían aquel día, no sé muy bien por qué, unas gracias, unos atractivos, un bermellón que no habían sido advertidos antes, después, digo, de que nuestros libertinos hubieran besado y acariciado a fondo los encantadores culitos, exigieron pedos. El obispo, que tenía a Narcisse, ya los había obtenido; se oían los que Zéphire arrojaba a la boca de Durcet… ¿Por qué no imitarles? Zelmire lo había conseguido, pero de Augustine, por más que hiciera, por más que se esforzara, por más que el duque la amenazara con una suerte para el sábado próximo semejante a la que había soportado la víspera, nada salió, y la pobre pequeña ya lloraba cuando un zullón vino finalmente a satisfacerle. Él respiró, y satisfecho de esta muestra de docilidad de la bonita criatura, a la que quería bastante, le plantó su enorme instrumento en los muslos y, retirándolo en el momento de correrse, le regó por completo las dos nalgas. Curval había hecho otro tanto con Zelmire, pero el obispo y Durcet se contentaron con lo que se llama la «pequeña oca». Y hecha la siesta, pasaron al salón, donde la bella Duclos, aquel día con todo lo que mejor podía hacer olvidar su edad, apareció realmente bella bajo las luces, hasta el punto de que nuestros libertinos, excitados, no la dejaron continuar sin que antes, desde lo alto de su tribuna, no hubiera mostrado sus nalgas a la asamblea. «Tiene realmente un hermoso culo», dijo Curval. «Pues sí, amigo mío», dijo Durcet, «te aseguro que he visto pocos mejores». Y, recibidos estos elogios, nuestra heroína bajó sus faldas, se sentó y retomó el hilo de su historia de la manera que el lector leerá, si se toma el trabajo de continuar, lo que le aconsejamos en interés de sus placeres.

«Una reflexión y un acontecimiento fueron la causa, señores, de que lo que me resta por contaros ahora ya no se desarrolle en el mismo campo de batalla. La reflexión es muy sencilla: la hizo nacer el desdichado estado de mi bolsa. Después de nueve años de vivir en casa de Madame Guérin, y pese a que yo gastaba muy poco, no contaba, sin embargo, con cien luises en la bolsa. Esta mujer, extraordinariamente hábil y entendiendo de la mejor manera sus intereses, siempre encontraba la manera de quedarse con, por lo menos, las dos terceras partes de los ingresos, además de imponer grandes retenciones sobre el último tercio. Este tejemaneje me disgustó, y vivamente solicitada por otra alcahueta, llamada Fournier, para que fuera a vivir con ella, sabiendo que la tal Fournier recibía en su casa a viejos verdes de mucha mejor posición y mucho más ricos que la Guérin, me decidí a despedirme de esta para ir a casa de la otra. En cuanto al acontecimiento que vino a apoyar mi reflexión, fue la pérdida de mi hermana; le había tomado mucho afecto, y no pude quedarme por más tiempo en una casa donde todo me la recordaba sin encontrarla. Mi querida hermana llevaba cerca de seis meses siendo visitada por un hombre alto, enjuto y moreno cuya fisionomía me disgustaba infinitamente. Se encerraban juntos, y no sé lo que hacían, pues mi hermana jamás quiso decírmelo, y nunca se colocaban en el lugar donde yo habría podido verles. Sea como fuere, una buena mañana viene a mi habitación, me abraza y me dice que ha tenido una suerte enorme, que el hombre que a mí no me gustaba la mantiene, y todo lo que supe es que debía a la belleza de sus nalgas su nueva fortuna. Dicho esto, me dio su dirección, liquidó sus cuentas con la Guérin, nos abrazó a todas y se fue. Como podéis imaginar, no pasaron dos días sin que me presentara en la dirección indicada, pero allí nadie sabía de qué les hablaba. Entendí perfectamente que mi hermana había sido engañada, pues era inimaginable que ella hubiera querido privarme del placer de verla. Cuando me quejé a la Guérin de lo que me sucedía a este respecto, vi que sonreía malignamente y que se negaba a dar explicaciones: así pues, de ahí deduje que ella estaba en el misterio de toda la aventura, pero que no quería que yo la desentrañara. Todo eso me afectó y me hizo tomar mi decisión, y, como ya no tendré ocasión de hablaros de mi querida hermana, os diré, señores, que por más pesquisas que realicé, por más trabajos que me tomé para descubrirla, me ha sido absolutamente imposible saber jamás qué fue de ella».

«No me extraña», dijo entonces la Desgranges, «porque veinticuatro horas después de haberte abandonado ya no existía. Ella no te mintió, estaba totalmente engañada, pero la Guérin sabía de qué se trataba». «¡Santo cielo!, ¡qué me dices!», exclamó entonces la Duclos. «¡Ay!, aunque privada de verla, me ilusionaba todavía con su existencia». «Te equivocabas», prosiguió la Desgranges, «pero ella no te mintió: fue la belleza de sus nalgas, la admirable superioridad de su culo lo que le deparó la aventura en la que ella se ilusionaba con encontrar la fortuna y en la que solo encontró la muerte». «¿Y el hombre alto y enjuto?», preguntó la Duclos. «No era más que el correveidile de la aventura, no trabajaba por su cuenta». «Pero, sin embargo», dijo la Duclos, «llevaba seis meses viéndola asiduamente». «Para engañarla», continuó Desgranges, «pero prosigue tu relato, estas aclaraciones podrían aburrir a estos señores, y esa anécdota me corresponde a mí, yo se la contaré». «Basta de enternecimientos, Duclos», le dijo secamente el duque viendo el esfuerzo con que retenía unas cuantas lágrimas involuntarias, «aquí no conocemos penas semejantes, la naturaleza entera podría desplomarse sin que exhaláramos un solo suspiro. Deja las lágrimas para los imbéciles y para los niños, y que no manchen jamás las mejillas de una mujer razonable y a la que apreciamos». Ante estas palabras nuestra heroína se contuvo y reanudó inmediatamente su relato.

«Debido a las dos causas que acabo de explicar tomé, pues, mi decisión, señores, y ofreciéndome la Fournier un mejor alojamiento, una mesa mucho mejor servida, unas sesiones mucho más caras aunque más penosas, pero siempre un reparto igual y sin ninguna retención, acepté de inmediato. Madame Fournier ocupaba entonces una casa entera, y cinco jóvenes y bonitas muchachas formaban su serrallo; yo fui la sexta. Estaréis de acuerdo en que haga en este caso como en el de Madame Guérin, o sea que solo os describa a mis compañeras a medida que interpreten un papel. Ya al día siguiente de mi llegada me dieron ocupación, pues los parroquianos abundaban en casa de la Fournier, y cada una de nosotras nos hacíamos con frecuencia cinco o seis por día. Pero solo os hablaré, tal como he hecho hasta ahora, de los que pueden excitar vuestra atención por su picante o su extrañeza.

»El primer hombre que vi en mi nueva morada fue un pagador de rentas, hombre de unos cincuenta años. Me ordenó que me arrodillara con la cabeza inclinada sobre la cama, e instalándose igualmente sobre la cama, de rodillas encima de mí, se masturbó la polla en mi boca, ordenándome que la mantuviera muy abierta. No perdí ni una gota, y el libertino se divirtió prodigiosamente con las contorsiones y los esfuerzos por vomitar que me provocó aquel repugnante gargarismo.

»Permitiréis, señores», continuó la Duclos, «que coloque seguidas, aunque sucedieron en tiempos diferentes, las cuatro aventuras del mismo tipo que tuve en casa de Madame Fournier. Sé que estos relatos no disgustarán en absoluto al señor Durcet, y que le encantará que le entretenga, durante el resto de la velada, con uno de sus guisos predilectos y que me procuró el honor de conocerlo por primera vez».

«¿Cómo?», dijo Durcet, «¿piensas darme un papel en tu historia?» «Si no os parece mal, señor», contestó la Duclos, «lo haré limitándome únicamente a avisar a estos señores cuando llegue a vuestro caso». «Y mi pudor, ¿qué?… ¿Descubrirás así como así, delante de estas jóvenes, todas mis infamias?» Y después de que todos se rieran del divertido temor del financiero, la Duclos continuó así:

«Un libertino, mucho más viejo y mucho más repulsivo que el que acabo de citar, me dio la segunda representación de esta manía. Me hizo acostar completamente desnuda en una cama, se echó él en sentido contrario encima de mí, metió su polla en mi boca y su lengua en mi coño, y, en esta actitud, exigió que yo le devolviera las titilaciones de voluptuosidad que él pretendía que debía proporcionarme su lengua. Chupé cuanto pude. Era mi virginidad para él; lamió, farfulló y trabajó sin duda en todas sus maniobras infinitamente más en su favor que en el mío. En cualquier caso, yo no sentí nada, muy contenta de no estar horriblemente asqueada, y el libertino se corrió; operación que, después del ruego de la Fournier, que me había prevenido de todo, operación, digo, que le hice realizar lo más lúbricamente posible, apretando mis labios, chupando, exprimiendo lo más posible en mi boca el jugo que desprendía y pasando mi mano por sus nalgas para cosquillearle el ano, cosa que él me indicó que le hiciera, llenándolo por su parte lo más que podía… Terminado el asunto, nuestro hombre se fue asegurando a la Fournier que nunca le habían ofrecido una muchacha que supiera satisfacerle tan bien como yo.

»Poco después de esta aventura, llena de curiosidad por saber qué venía a hacer en la casa una vieja bruja con más de setenta años y que tenía el aspecto de esperar un cliente, me dijeron que así iba a ser dentro de un momento. Con excesiva curiosidad por ver para qué podía servir un esperpento semejante, pregunté a mis compañeras si no había allí una habitación desde la que se pudiera fisgonear, como ocurría en casa de la Guérin. Una de ellas, después de contestarme que sí, me acompañó y, como había sitio para dos, nos instalamos, y he aquí lo que vimos y lo que oímos, pues como las dos habitaciones solo estaban separadas por un tabique, era muy fácil no perder ni una palabra. La vieja fue la primera en llegar y, mirándose al espejo, se arregló, como si creyera sin duda que sus encantos tendrían todavía algún éxito. A los pocos minutos vimos llegar al Dafnis de aquella nueva Cloe. Contaba a lo sumo con sesenta años; era un pagador de rentas, hombre muy acomodado y que antes prefería gastar su dinero con pelanduscas despreciables como aquella que con muchachas bonitas, y esto por el gusto tan singular que, según decís, señores, entendéis y explicáis tan bien. Adelanta unos pasos, mira de arriba abajo a su Dulcinea, que le hace una profunda reverencia. “Menos monsergas, vieja zorra”, le dice el libertino, “y desnúdate… Pero veamos antes, ¿tienes dientes?” “No, señor, no me queda ni uno”, dijo la vieja abriendo su boca infecta, “mire”. Entonces nuestro hombre se acerca y, cogiendo su cabeza, le da en los labios uno de los más ardientes besos que he visto dar en mi vida; no solo la besaba, sino que la chupaba, la devoraba, hundía amorosamente su lengua en lo más profundo de aquel gaznate putrefacto, y la buena vieja, que desde hacía mucho tiempo no había disfrutado de semejante fiesta, se lo devolvía con una ternura… que me sería difícil describiros. “Vamos”, dijo el financiero, “desnúdate”. Y durante este tiempo suelta también él sus calzones y descubre un miembro negro y arrugado que prometía no engrosar en mucho rato. Entretanto, la vieja se ha desnudado y se acerca descaradamente a ofrecer a su amante un viejo cuerpo amarillo y arrugado, seco, colgante y descarnado, cuya descripción, por muy lejos que hayan llegado vuestras fantasías a este respecto, os horrorizaría en exceso para que yo quiera emprenderla. Pero, lejos de asquearse, nuestro libertino se extasía; la coge, la lleva a su lado en el sillón donde se hacía una paja en espera de que ella se desnudara, le hunde una vez más su lengua en la boca, y dándole la vuelta, ofrece al instante su homenaje al reverso de la medalla. Vi claramente cómo le sobaba las nalgas, pero ¿qué digo, las nalgas?: los dos pingos arrugados que le caían ondulantes de las caderas a los muslos. En el estado en que se hallaban, las abrió, pegó voluptuosamente sus labios sobre la cloaca infame que contenían, hundió allí su lengua varias veces, y todo ello mientras la vieja intentaba dar alguna consistencia al miembro muerto que sacudía. “Manos a la obra”, dijo el enamorado; “sin mi pasión predilecta, todos tus esfuerzos serán inútiles. ¿Te han avisado?” “Sí, señor”. “¿Y ya sabes qué hay que tragar?” “Sí, cachorrillo, sí, pichón, tragaré, devoraré todo lo que tú hagas”. Y al mismo tiempo el libertino la planta sobre la cama con la cabeza hacia abajo; en esta posición le mete su instrumento blanduzco en el pico, lo hunde hasta los cojones, coge las dos piernas de su querida, se las echa sobre los hombros, y así su hocico se encuentra completamente enterrado entre las nalgas de la dueña. Su lengua vuelve a situarse en el fondo del delicioso agujero; una abeja que fuera a absorber el néctar de la rosa no chupa con mayor voluptuosidad. Mientras la vieja también chupa, nuestro hombre se remueve. “¡Ah, joder!”, exclama al cabo de un cuarto de hora de este ejercicio libidinoso, “¡chupa, chupa, mamona!, chupa y traga, ¡ya sale, carajo!, ya sale, ¿no lo notas?” Y besando todo lo que se le ofrece, muslos, vagina, nalgas, ano, lo lame todo, lo chupa todo. La vieja engulle, y el pobre caduco, que se retira tan mustio como ha entrado y que hay que suponer que se ha corrido sin erección, se escapa avergonzadísimo de su extravío y alcanza lo antes que puede la puerta, a fin de no tener que ver, sereno, el repulsivo objeto que acaba de seducirle».

«¿Y la vieja?», preguntó el duque.

«La vieja tosió, escupió, se sonó, se vistió lo más deprisa que pudo y se fue.

»Unos cuantos días después, le llegó el turno a la misma compañera que me había facilitado el placer de esta escena. Era una muchacha de unos dieciséis años, rubia y con el físico más interesante del mundo; no quería perdérmela mientras trabajaba. El hombre con quien la juntaban era por lo menos tan viejo como el pagador de rentas. La hizo arrodillarse entre sus piernas, le inmovilizó la cabeza cogiéndola de las orejas y le hundió en la boca una polla que me pareció más sucia y más repugnante que un trapo arrastrado por el arroyo. Mi pobre compañera, al ver acercarse a sus frescos labios la repulsiva verga, quiso echarse hacia atrás, pero no en vano nuestro hombre la tenía agarrada como un perro de aguas por las orejas. “¿Qué pasa, zorra?”, le dijo, “¿te haces la estrecha?” Y amenazándola con llamar a la Fournier, que sin duda le había recomendado que fuera complaciente, consiguió vencer su resistencia. Ella abre los labios, retrocede, los abre de nuevo y engulle finalmente, hipando, aquella reliquia infame en la más gentil de las bocas. A partir de ese momento solo se le oyeron al malvado frases malsonantes. “¡Ah, marrana!”, decía enfurecido, “¡eres demasiado remilgada para mamar la polla más hermosa de Francia! ¿Acaso te crees que tengo que remojarla todos los días adrede para ti? ¡Vamos, chupa, zorra, lame el caramelo!” Y excitándose con estos sarcasmos y con la repugnancia que inspira a mi compañera (es muy cierto, señores, que la repugnancia que nos proporcionáis se convierte en un aguijón para vuestro placer), el libertino se extasía y deja en la boca de la pobre muchacha unas pruebas inequívocas de su virilidad. Menos complaciente que la vieja, ella no tragó nada y, mucho más asqueada que aquella, vomitó al instante cuanto tenía en el estómago, y nuestro libertino, vistiéndose sin prestarle mayor atención, reía entre dientes por los crueles resultados de su libertinaje.

»Llegó mi turno, pero, más afortunada que las dos anteriores, yo fui destinada al mismo Amor, y solo me quedó, después de haberle satisfecho, el asombro de descubrir unos gustos tan extraños en un joven que lo tenía todo para gustar. Llega, me hace desnudarme, se tiende en la cama, me ordena que me agache sobre su cara y que con mi boca haga correrse una polla muy mediocre, pero que me encomienda y cuya leche me suplica que me trague no bien la note salir. “Pero no estés ociosa durante este tiempo”, añadió el pequeño libertino: “que tu coño inunde mi boca de orina, te prometo que me la tragaré de la misma manera que tú te tragarás mi leche, y que este bonito culo pee en mi nariz”. Me entrego a la labor y cumplo a la vez mis tres tareas con tanto arte que la pequeña minina no tarda en vomitar todo su furor en mi boca, mientras yo me lo trago, y mi Adonis hace otro tanto con la orina con que le inundo, y todo ello respirando los pedos con que no ceso de perfumarlo».

«A decir verdad, señorita», dijo Durcet, «habría podido prescindir muy bien de revelar de este modo las chiquilladas de mi juventud». «¡Ja!, ¡ja!», dijo el duque riendo, «¡vaya!, ¿así que tú, que apenas te atreves ahora a mirar un coño, los hacías mear en aquel tiempo?» «Es cierto», dijo Durcet, «me avergüenzo, es espantoso tener que reprocharse unas infamias semejantes; ahora, amigo mío, es cuando siento todo el peso de los remordimientos… ¡Culos deliciosos!», exclamó en su entusiasmo, besando el de Sophie, que había atraído hacia sí para manosearlo un instante, «¡culos divinos, cómo me reprocho el incienso que os he robado! ¡Oh, culos deliciosos!, os prometo un sacrificio expiatorio, juro sobre vuestros altares no volver a descarriarme en toda mi vida». Y, habiéndole excitado un poco aquel bonito trasero, el libertino colocó a la novicia en una posición sin duda muy indecente, pero en la que podía, como se ha visto anteriormente, hacer que le mamaran su pequeña minina mientras lamía el ano más fresco y más voluptuoso. Pero Durcet, hastiado en exceso de este placer, solo muy rara vez recuperaba en él su vigor; por mucho que le chuparan, y que él hiciera otro tanto, tuvo que retirarse en el mismo estado de desfallecimiento y dejar, echando pestes y blasfemando contra la muchacha, para otro momento más afortunado los placeres que la naturaleza le negaba por ahora. No todo el mundo era tan desdichado. El duque, que había pasado a su gabinete con Colombe, Zélamir, Brise-cul y Thérèse, cantó unos rugidos que demostraban su dicha, y Colombe, que escupía con todas sus fuerzas al salir de allí, no dejó ninguna duda sobre el templo en el que había arrojado su incienso. En cuanto al obispo, echado con toda naturalidad en su canapé, con las nalgas de Adélaïde en las narices y la polla en la boca de ella, se extasiaba haciendo peerse a la muchacha, mientras que Curval, de pie, haciendo embocar su enorme trompeta a Hébé, perdía su leche totalmente distraído. Sirvieron la cena. El duque quiso defender que, si la felicidad consistía en la total satisfacción de todos los placeres de los sentidos, era difícil ser más felices de lo que eran. «Esta reflexión no es la de un libertino», dijo Durcet. «¿Y cómo podrías ser feliz si pudieras satisfacerte en todo momento? La felicidad no consiste en el goce, consiste en el deseo, en romper los frenos que se oponen a este deseo. Ahora bien, ¿todo esto se encuentra aquí, donde solo tengo que desear para tener? Juro», dijo, «que, desde que estoy aquí, mi leche no se ha derramado ni una sola vez por los objetos que aquí están; solo se ha derramado por los que no están. Y, además», añadió el financiero, «en mi opinión falta una cosa esencial para nuestra felicidad: el placer de la comparación, placer que solo puede nacer del espectáculo de los desdichados, y aquí no vemos nada de eso. De la visión del que no disfruta de lo que yo tengo, y que sufre por ello, nace el encanto de poder decir: “Yo soy más feliz que él”. Allí donde los hombres sean iguales y donde estas diferencias no existan, la felicidad jamás existirá. Es la historia del hombre que solo conoce el valor de la salud cuando ha estado enfermo». «En este caso», dijo el obispo, «¿sentiríais un placer real en ir a contemplar las lágrimas de los que están abrumados por la miseria?» «Sin duda», dijo Durcet, «es posible que no exista en el mundo voluptuosidad más sensual que la que acabáis de mencionar». «¿Cómo, sin aliviarlas?», dijo el obispo, a quien le encantaba hacer hablar a Durcet de un tema tan del gusto de todos y del que le sabía tan capaz de tratar a fondo. «¿A qué llamáis aliviar?», dijo Durcet. «La voluptuosidad que en mí nace de esta dulce comparación de su estado con el mío ya no existiría si yo les aliviara, pues entonces, al sacarles de su estado de miseria, les haría saborear un instante de felicidad que, asimilándoles a mí, eliminaría todo el placer de la comparación». «Pues bien, en tal caso», dijo el duque, «convendría en cierto modo, para establecer mejor esta diferencia esencial para la felicidad, convendría más bien, digo, agravar su situación». «Sin duda alguna», dijo Durcet, «y eso explica las infamias que se me han reprochado toda mi vida. Las personas que no conocían mis razones me llamaban duro, feroz y bárbaro, pero, burlándome de todas las denominaciones, yo seguía mi camino; cometía, lo acepto, lo que los necios llaman atrocidades, pero establecía unos placeres de comparaciones deliciosas, y era feliz». «Confiesa la verdad», le dijo el duque, «acepta que más de veinte veces has arruinado a unos desgraciados, solo para servir de ese modo unos gustos perversos que ahora aceptas». «¿Más de veinte veces?», dijo Durcet, «más de doscientas, amigo mío, y, sin exageración, podría citar a más de cuatrocientas familias reducidas ahora a la mendicidad gracias a mí». «Y, por lo menos, ¿te has beneficiado en algo?», preguntó Curval. «Casi siempre, pero con frecuencia solo lo he hecho por una cierta maldad que suele despertar en mí los órganos de la lubricidad. Se me pone dura haciendo el mal, encuentro en el mal un atractivo lo bastante picante como para despertar en mí todas las sensaciones del placer, y me entrego a él solo por eso, sin más interés que él mismo». «No hay nada comparable a este gusto», dijo Curval. «Cuando estaba en el Parlamento, di cien veces mi voto para hacer ahorcar a unos desgraciados que yo sabía inocentes, y jamás me entregué a esta pequeña injusticia sin experimentar en mi interior un cosquilleo voluptuoso allí donde los órganos del placer de los cojones se inflaman con facilidad. Imaginad lo que he sentido cuando he hecho algo peor». «Es cierto», dijo el duque, que comenzaba a calentarse los sesos sobando a Zéphire, «el crimen tiene el suficiente encanto como para inflamar por sí solo todos los sentidos, sin necesidad de recurrir a ningún otro procedimiento, y nadie mejor que yo para afirmar que las fechorías, incluso las más alejadas del libertinaje, pueden hacer empalmar tanto como las que se refieren a él. El que os habla ha empalmado robando, asesinando, incendiando, y está totalmente convencido de que no es el objeto del libertinaje lo que nos anima, sino la idea del mal; que, por consiguiente, es solo por el mal que nos empalmamos y no por el objeto, de manera que si este objeto estuviera desprovisto de la posibilidad de impulsarnos al mal ya no nos empalmaríamos por él». «Nada más cierto», dijo el obispo, «y de ahí nace la certidumbre del mayor placer en la cosa más infame, y el sistema del cual no debemos alejarnos nunca es que, cuanto más queramos obtener placer del crimen, más necesario será que el crimen sea espantoso. Y en mi caso, señores, si se me permite citarme, os confieso que estoy a punto de dejar de sentir esta sensación de la que habláis, de dejar de experimentarla, digo, en los pequeños crímenes, y si el que cometo no reúne la mayor negrura, la mayor atrocidad, el mayor engaño y la mayor traición posible, ya no se obtiene la sensación». «Bien», dijo Durcet, «¿es posible cometer unos crímenes de las dimensiones que concebimos y explicáis? En mi caso, confieso que, en eso, mi imaginación siempre ha estado muy por encima de mis medios; siempre he imaginado mil veces más de lo que he hecho y siempre me he quejado de la naturaleza que, dándome el deseo de ultrajarla, me quitaba siempre los medios». «Solo pueden cometerse dos o tres crímenes en el mundo», dijo Curval, «y, una vez cometidos, no queda nada por añadir; el resto es inferior y ya no se siente nada. ¿Cuántas veces, me cago en Dios, no habré deseado que se pudiera atacar al sol, privar de él al universo, o utilizarlo para abrasar el mundo? Esto sí que es un crimen, y no los pequeños extravíos a que nos entregamos, que se limitan a metamorfosear al cabo de un año a una docena de criaturas en montículos de tierra». Y en estas, cuando las cabezas se inflamaban, dos o tres muchachas comenzaban ya a resentirse y las pollas comenzaban a empinarse, se levantaron de la mesa para ir a derramar en unas bonitas bocas los chorros de aquel licor cuyos picotazos demasiado agudos hacían proferir tantos horrores. Aquella noche se limitaron a los placeres de la boca, pero inventaron cien maneras de variarlos y, cuando se hartaron, intentaron encontrar en unas cuantas horas de descanso las fuerzas necesarias para recomenzar.

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