Se ocuparon desde la mañana de aquella ceremonia, siguiendo la usanza habitual, aunque, no sé si estaba hecho adrede o no, la joven esposa fue descubierta culpable desde la mañana: Durcet aseguró que había encontrado mierda en su orinal. Ella lo negó, dijo que, para que la castigaran, era la vieja quien la había hecho, y que les tendían con frecuencia esas añagazas cuando querían castigarlas: por mucho que dijera, no la escucharon y, como su joven marido estaba ya en la lista, se divirtieron mucho con el placer de castigarlos a los dos. Sin embargo, los jóvenes esposos fueron conducidos con toda la pompa, después de la misa, al gran salón de reuniones, donde debía completarse la ceremonia antes de la hora de la comida. Ambos eran de la misma edad, y entregaron a la joven desnuda a su marido, permitiéndole hacer con ella todo lo que quisiera. Nada tan elocuente como el ejemplo; era imposible recibirlos más malos y más contagiosos. De modo que el joven salta como un rayo sobre su mujercita, y como la tenía muy empinada y muy dura, aunque todavía no se corriera, la hubiera inevitablemente traspasado; pero, por ligera que hubiera sido la brecha, los señores ponían toda su gloria en que nada alterara aquellas tiernas flores que querían ser los únicos en recoger. Y por ello el obispo, deteniendo el entusiasmo del joven, aprovechó él mismo la erección y se hizo introducir en el culo el muy bonito y ya muy formado instrumento con el que Zélamir iba a enfilar a su joven mitad. ¡Qué diferencia para aquel muchacho!, ¡y qué distancia entre el anchísimo culo del viejo obispo y el angosto y tierno coño de una virgencita de trece años! Pero se trataba de gentes con las que no se podía razonar. Curval se apoderó de Colombe y la folló entre los muslos por delante, mientras le lamía los ojos, la boca, la nariz y la totalidad de la cara. Sin duda durante aquel tiempo se le prestaron algunos servicios, ya que se corrió, y Curval no era un hombre que perdiera su leche con cualquier tontería. Comieron; los dos esposos fueron admitidos al café, como lo habían sido a la comida, y el café fue servido aquel día por la élite de los sujetos, quiero decir por Augustine, Zelmire, Adonis y Zéphire. Curval, que quería volver a empalmar, exigió perentoriamente mierda, y Augustine le soltó el más hermoso zurullo que cabía imaginar. El duque se la hizo chupar por Zelmire, Durcet por Colombe y el obispo por Adonis. Este último cagó en la boca de Durcet, cuando hubo despachado al obispo. Pero nada de leche; comenzaba a escasear: en los comienzos no se habían privado de nada y, como sentían la extrema necesidad que de ella tendrían al final, iban con cuidado. Pasaron al salón de historias, donde la bella Duclos, invitada a mostrar su trasero antes de comenzar, después de haberlo libertinamente expuesto a los ojos de la asamblea, reanudó así el hilo de su discurso:
«Ahora otro rasgo de mi carácter, señores», dijo la bella mujer, «después del cual, cuando os lo haya hecho conocer suficientemente, podréis juzgar con exactitud lo que os ocultaré sobre lo que os habré dicho, y me dispensaréis de seguiros hablando de mí. La madre de Lucile acababa de caer en una miseria terrible, y fue por la mayor casualidad del mundo por la que la encantadora muchacha, que no había tenido noticias suyas desde que se había escapado de casa, conoció su desdichado desamparo. Una de nuestras trotaconventos, al acecho de una muchacha que uno de mis parroquianos me pedía con la misma intención que el marqués de Mesanges, o sea comprarla para que no se volviera a oír hablar de ella, una de nuestras trotaconventos, digo, vino a contarme, cuando yo estaba en la cama con Lucile, que había encontrado a una chiquilla de quince años, muy probablemente virgen, extremadamente bonita, y asemejándose, decía ella, como dos gotas de agua a la señorita Lucile, pero que se hallaba en tal estado de miseria que habría que tenerla unos cuantos días engordándola antes de venderla. Y entonces hizo la descripción de la anciana con quien la había encontrado, y del estado de espantosa indigencia en que se hallaba aquella madre. Por sus características, por los detalles de la edad y del rostro, por todo lo que se refería a la criatura, Lucile tuvo el presentimiento secreto de que podían ser su madre y su hermana: ella sabía que, en el momento de su fuga, la había dejado muy niña con su madre, y me pidió permiso para ir a verificar sus dudas. Mi infernal espíritu me sugirió entonces un pequeño horror cuyo efecto abrasó tan rápidamente mi persona que, haciendo salir inmediatamente a nuestra trotaconventos, y sin poder calmar el ardor de mis sentidos, comencé por rogar a Lucile que me masturbara. Después, parándome en medio de la operación: “¿Para qué quieres ir a casa de esa vieja”, le dije, “y cuál es tu intención?”. “¡Ah!”, dijo Lucile, que todavía no tenía mis sentimientos, “pues… aliviarla, si puedo, y principalmente si es mi madre”. “Imbécil”, le dije rechazándola, “vete, vete a sacrificar tú sola a tus indignos prejuicios populares, ¡y pierde, al no atreverte a desafiarlos, la más hermosa ocasión de excitar tus sentidos con un horror que te hará correrte durante diez años seguidos!” Lucile, asombrada, me miró, y vi entonces que había que explicarle una filosofía que estaba lejos de entender. Lo hice, le hice comprender cuán viles son los vínculos que nos encadenan a los autores de nuestros días; le demostré que una madre, por habernos llevado en su seno, en lugar de merecer de nosotros alguna gratitud, solo merecía el odio, ya que, solo por su placer, y a riesgo de exponernos a todas las desdichas que podían alcanzamos en el mundo, nos había, no obstante, dado a luz con la única intención de satisfacer su brutal lubricidad. Añadí a eso cuanto podía decirse para apuntalar un sistema que el sentido común dicta, y que el corazón aconseja cuando no está absorbido por los prejuicios de la infancia. “¿Y qué te importa”, añadí, “que esa criatura sea feliz o desdichada? ¿Sientes tú algo de su situación? Aleja, pues, estos viles vínculos cuya absurdidad acabo de demostrarte, y aislando entonces totalmente a esta criatura, separándola por completo de ti, verás que no solo su infortunio debe serte indiferente, sino que incluso puede llegar a ser muy voluptuoso incrementarlo. Pues, a fin de cuentas, tú le debes odio, esto queda demostrado, y te vengas; cometes lo que los necios llaman una mala acción, y bien sabes el dominio que el crimen ejerció siempre sobre los sentidos. He aquí, por consiguiente, dos motivos de placer en las ofensas que yo quiero que le hagas: las delicias de la venganza, y las que siempre se saborean haciendo el mal”. Sea que yo pusiera con Lucile mayor elocuencia de la que utilizo aquí para narraros el hecho, sea que su espíritu, ya muy libertino y muy corrompido, alertara inmediatamente a su corazón de la voluptuosidad de mis principios, pero el caso es que los saboreó, y vi colorearse sus bellas mejillas con aquella llama libertina que no deja jamás de aparecer cada vez que se rompe un freno. “¡Bien!”, me dijo, “¿qué debo hacer?” “Divertirnos”, le dije, “y sacar dinero. En cuanto al placer, lo tienes seguro si adoptas mis principios; y respecto al dinero, ocurre lo mismo, porque yo puedo utilizar, tanto a tu vieja madre como a tu hermana, en dos sesiones diferentes que nos resultarán muy lucrativas”. Lucile acepta, yo la masturbó para excitarla aún más al crimen, y ya nos ocupamos únicamente de las disposiciones a tomar. Me dedicaré en primer lugar a detallaros el primer plan, ya que forma parte de la clase de gustos que tengo que contaros, aunque lo desplace un poco de su lugar para seguir el orden de los acontecimientos, y, cuando estéis enterados de la primera rama de mis proyectos, os esclareceré la segunda.
»Había un hombre de la buena sociedad, muy rico, muy acreditado y de un desenfreno moral que supera cuanto pueda decirse. Como solo lo conocía bajo el título de conde, permitidme, aunque yo supiera su nombre, que me limite a designarlo con ese título. El conde estaba en la plenitud de la fuerza de sus pasiones, con una edad máxima de treinta y cinco años, sin fe, sin ley, sin Dios, sin religión, y dotado sobre todo, como vosotros, señores, de un invencible horror por lo que se llama el sentimiento de la caridad; decía que comprenderlo superaba sus posibilidades, y que no admitía que se pudiera ultrajar la naturaleza hasta el punto de alterar el orden que había puesto en las diferentes clases de sus individuos, elevando al uno mediante ayudas al lugar del otro, y utilizando en esas absurdas y repulsivas ayudas unas sumas mucho más agradablemente utilizadas en los propios placeres. Imbuido de estos sentimientos, no se quedaba ahí; no solamente descubría un goce real en el rechazo de la ayuda, sino que llegaba a mejorar este goce con ultrajes al infortunado. Una de sus voluptuosidades, por ejemplo, era descubrir cuidadosamente aquellos asilos tenebrosos donde la hambrienta indigencia come como puede un pan regado con sus lágrimas y debido a sus trabajos. Se le ponía tiesa no tan solo con ir a disfrutar de la amargura de tales lágrimas, sino incluso…, sino incluso con incrementar su origen y arrebatar, si podía, aquel desdichado sostén de los días de los infortunados. Y ese gusto no era una fantasía, era un furor; no existían, decía, delicias más intensas, y nada podía excitar e inflamar tanto su espíritu como aquel exceso. No se trataba, me aseguraba un día, del fruto de la depravación: poseía desde la infancia esta extraordinaria manía, y su corazón, perpetuamente encallecido ante los acentos lastimeros de la desdicha, jamás había conocido sentimientos más dulces. Como es esencial que conozcáis al sujeto, es preciso que sepáis que el mismo hombre tenía tres pasiones diferentes: la que voy a contaros, una que os explicará la Martaine, recordádnoslo por su título, y una aún más atroz, que la Desgranges os reservará sin duda para el final de sus relatos, como una de las más fuertes que tendrá, sin duda, para contaros. Pero comencemos por la que me incumbe. Tan pronto como hube avisado al conde del asilo infortunado que le había descubierto, y de las peculiaridades que poseía, enloqueció de alegría. Pero como unos asuntos de la mayor importancia para su fortuna y su promoción, que cuidaba en la medida que veía en ellas una especie de puntal para sus excesos, como, digo, estos asuntos iban a ocuparle unos quince días, y no quería perder a la chiquilla, prefirió menoscabar en algo el placer que se auguraba de la primera escena para asegurarse la segunda. En consecuencia, me ordenó hacer raptar al instante a la criatura al precio que fuere, y entregarla en la dirección que me indicó. Y para no teneros más tiempo en suspenso, señores, esta dirección era la de Desgranges, que era la proveedora de sus terceros juegos secretos. A continuación, fijamos el día. Mientras tanto, fuimos a ver a la madre de Lucile, tanto para preparar el reconocimiento con su hija como para pensar en la manera de raptar a su hermana. Lucile, bien aleccionada, solo reconoció a su madre para insultarla, decirle que era la causa de que ella se hubiera arrojado al libertinaje, y mil otras frases parecidas que desgarraban el corazón de la pobre mujer y turbaban todo el placer que sentía en recuperar a su hija. Creí, al principio, que iba por buen camino, y expliqué a la madre que habiendo retirado a su hija mayor del libertinaje, me ofrecía a hacer lo mismo con la segunda. Pero la estratagema no surtió efecto; la desdichada lloró y dijo que por nada del mundo le arrancarían el único auxilio que le quedaba en su segunda hija; que era vieja, inválida, que recibía los cuidados de esta criatura, y que privarla de ella sería arrancarle la vida. Aquí, lo confieso con vergüenza, señores, sentí en el fondo de mi corazón un pequeño movimiento que me permitió conocer que mi voluptuosidad aumentaría con el refinamiento de horror que iba, en este caso, a sumar a mi crimen, y habiendo prevenido a la vieja de que, dentro de pocos días, su hija la visitaría de nuevo con un hombre rico que podría prestarle grandes servicios, nos retiramos, y solo me ocupé de utilizar mis recursos habituales para adueñarme de la muchacha. La había examinado a fondo, valía la pena: quince años, un bonito talle, una hermosísima piel y facciones muy lindas. Tres días después llegó a casa, y después de haberla examinado por todas las partes de su cuerpo y no haber encontrado nada que no fuera encantador, muy rollizo y muy lozano, pese a la mala alimentación a la que estaba condenada desde hacía tanto tiempo, se la entregué a Madame Desgranges, con la que trataba por vez primera en mi vida. Nuestro hombre regresó por fin de sus negocios; Lucile lo llevó a casa de su madre, y aquí es donde comienza la escena que voy a describiros. Encontraron a la anciana madre en la cama, sin fuego, aunque en la mitad de un invierno muy frío, teniendo junto a su cama un recipiente de madera con un poco de leche, donde el conde se meó nada más entrar. Para impedir todo tipo de alboroto y ser dueño absoluto del reducto, el conde había apostado en la escalera a dos malhechores que tenía a sueldo, con el encargo de oponerse firmemente a cualquier subida o bajada sin justificación. “Vieja bribona”, le dijo el conde, “venimos aquí con tu hija, y, a fe mía, que es una puta muy bonita; venimos, vieja bruja, para aliviar tus males, pero tienes que contárnoslos. Vamos”, dijo sentándose y comenzando a sobar las nalgas de Lucile, “cuenta con detalle tus sufrimientos”. “¡Ay!”, dijo la buena mujer, “venís con esta bribona más para insultarlos que para aliviarlos”. “¡Tunanta!”, dijo el conde, “¿te atreves a insultar a tu hija? Vamos”, dijo levantándose y arrancando a la vieja de su jergón, “sal de la cama inmediatamente, y pídele perdón de rodillas por el insulto que acabas de dirigirle”. No había manera de resistir. “Y tú, Lucile, súbete las faldas, déjate besar las nalgas por tu madre, que yo me cerciore de que las besa, y que se produzca una reconciliación”. La insolente Lucile frota su culo sobre el viejo rostro de su pobre madre, abrumándola con inconveniencias. El conde permitió que la anciana se acostara de nuevo, y reanudó la conversación: “Te digo una vez más”, prosiguió, “que si me cuentas todas tus desgracias, las remediaré”. Los desdichados creen todo lo que se les dice, les gusta lamentarse; la vieja contó todos sus sufrimientos, y se quejó amargamente sobre todo de que le habían robado a la hija, acusando vivamente a Lucile de saber dónde estaba, ya que la dama con la que había venido a verla, hacía poco tiempo, le había propuesto ocuparse de ella, y deducía a partir de ahí, con bastante razón, que aquella dama era la que la había secuestrado. Entretanto, el conde, frente al culo de Lucile, a la que había hecho quitar las faldas, besaba de vez en cuando aquel hermoso culo, se masturbaba, escuchaba, preguntaba, inquiría detalles, y regulaba todas las titilaciones de su pérfida voluptuosidad con las respuestas que se le daban. Pero cuando la vieja dijo que la ausencia de su hija, la cual con su trabajo le procuraba de qué vivir, iba a conducirla insensiblemente a la tumba, ya que carecía de todo y llevaba los últimos cuatro días viviendo exclusivamente de aquel poco de leche que acababan de estropearle: “¡Pues bien, zorra!”, dijo dirigiendo su semen sobre la vieja y manteniendo fuertemente abrazadas las nalgas de Lucile, “¡pues bien, puta, reventarás, no será una desdicha muy grande!”. Y acabando de soltar su esperma: “Si esto sucede, solo lamentaré una única cosa, no haber sido yo mismo quien adelantara el instante”. Pero esto no era todo, el conde no era un hombre que se apaciguara con una eyaculación. Lucile, que interpretaba su papel, se ocupó, tan pronto como él lo hubo hecho, de impedir que la vieja descubriera sus movimientos, y el conde, hurgando por todas partes, se apoderó de un cubilete de plata, único resto del pequeño bienestar que había vivido anteriormente aquella desdichada, y se lo metió en el bolsillo. Este nuevo ultraje le hizo empalmar de nuevo, sacó a la vieja de la cama, la desnudó, y ordenó a Lucile que lo masturbara sobre el cuerpo ajado de la vieja matrona. No le quedó más remedio que soportarlo, y el malvado lanzó su leche sobre las viejas carnes aumentando sus injurias y diciéndole a la pobre desdichada que podía estar segura de que la cosa no terminaría ahí, y que pronto tendría noticias suyas y de su hijita que le comunicaba que estaba en sus manos. Acompañó esta última eyaculación con unos inflamadísimos transportes de lubricidad por el cúmulo de horrores que su pérfida imaginación ya le permitía concebir sobre toda esta desdichada familia, y se fue. Pero para no tener que insistir sobre este caso, escuchad, señores, hasta qué punto colmé la medida de mi maldad. Viendo el conde que podía confiar en mí, me informó de la segunda escena que preparaba para aquella anciana y su hijita; me dijo que la secuestrara inmediatamente, y que, además, como quería reunir a toda la familia, le cediera también a Lucile, cuyo hermoso cuerpo lo había conmovido vivamente, y cuya pérdida, al igual que la de las otras dos, proyectaba. Yo amaba a Lucile, pero todavía amaba más el dinero; me dio un precio increíble por las tres criaturas, y yo consentí a todo. Cuatro días después, Lucile, su hermanita y la vieja madre estuvieron reunidas: corresponderá a Madame Desgranges contaros de qué manera. En cuanto a mí, reanudo el hilo de mis relatos interrumpido por esta anécdota, que habría debido contaros al final de mis relatos, como uno de los más fuertes».
«Un momento», dijo Durcet; «yo no escucho cosas así con la cabeza fría; ejercen un poder sobre mí que es difícil describir. Estoy reteniendo mi leche desde la mitad de la historia, si no os parece mal la perderé». Y precipitándose a su gabinete con Michette, Zélamir, Cupidon, Fanny, Thérèse y Adélaïde, se le oyó aullar al cabo de unos minutos, y Adélaïde regresó llorando y diciendo que le parecía muy mal que siguieran calentando la cabeza de su marido con relatos como aquellos, y que su víctima debería ser la persona que los contaba. Mientras tanto, el duque y el obispo no habían perdido el tiempo, aunque lo que habían hecho sigue siendo de aquellas cosas que las circunstancias nos obligan a velar, y rogamos a nuestros lectores que acepten que corramos la cortina y pasemos inmediatamente a los cuatro relatos que le quedaban a Duclos para terminar su vigesimoprimera jornada.
«Ocho días después de la marcha de Lucile, despaché a un libertino dotado de una manía bastante divertida. Avisada con varios días de antelación, había dejado acumular en mi silla-retrete un gran número de zurullos, y había pedido a alguna de mis damiselas que añadiera los suyos. Llega nuestro hombre, disfrazado de saboyano; era de mañana, barre mi dormitorio, se apodera del orinal de la silla-retrete, sube a los excusados para vaciarlo (operación que, entre paréntesis, le ocupó mucho tiempo); vuelve, me muestra con qué cuidado lo ha limpiado y me pide su paga. Pero, prevenida del ceremonial, caigo sobre él con el palo de la escoba en la mano. “¿Tu paga, malvado?”, le digo, “¡toma, ahí tienes tu paga!” Y le asesto por lo menos una docena de golpes. Intenta escapar, lo persigo, y el libertino, a quien había llegado el momento, se corre por todo lo largo de la escalera pregonando a grito pelado que lo lisiaban, que lo mataban, y que él creía que había ido a casa de una mujer honrada y no de una tunanta.
»Otro quería que yo le introdujera en el canal de la uretra un bastoncito nudoso que llevaba con tal intención en un estuche; había que remover fuertemente el bastoncito que se introducía unas tres pulgadas, y con la otra mano masturbarle la polla con el glande descubierto; en el momento de correrse, le sacaba el bastón, él me arremangaba por delante y eyaculaba sobre mi coño.
»Un cura, al que vi seis meses después, quería que le dejara gotear la cera de una vela encendida sobre la polla y los cojones; le bastaba esta sensación para correrse y sin que fuera necesario tocarlo; pero no se le empinaba jamás y, para que su leche saliera, era preciso que todo quedara cubierto de cera y que no se reconociera forma humana.
»Un amigo de este último se hacía acribillar el culo con alfileres de oro, y cuando su trasero, así adornado, se asemejaba mucho más a una cacerola que a un culo, se sentaba para sentir mejor los pinchazos; se le ofrecían las nalgas muy abiertas, él mismo se masturbaba y se corría sobre el agujero del culo».
«Durcet», dijo el duque, «me gustaría bastante ver tu hermoso culo rechoncho totalmente cubierto de alfileres de oro: estoy convencido de que sería de lo más interesante». «Señor duque», dijo el financiero, «ya sabéis que desde hace cuarenta años mi mayor gloria y honor consiste en imitaros; tened la bondad de darme el ejemplo y le respondo que le seguiré». «¡Maldito sea Dios!», dijo Curval, al que todavía no se había oído, «¡cómo me ha hecho empalmar la historia de Lucile! Me mantenía callado, pero no por ello dejaba de pensar: mirad», dijo, mostrando su polla pegada contra su vientre, «ved si miento. Tengo una furiosa impaciencia por saber el desenlace de la historia de las tres bribonas; me imagino que debe de reunirías una misma tumba». «Calma, calma», dijo el duque, «no precipitemos los acontecimientos. Porque se os empina, señor presidente, ya os gustaría que se os hablara inmediatamente de tortura y de cadalso; todos los magistrados os parecéis mucho, se dice que se os empina siempre que condenáis a muerte». «Dejemos a un lado el Estado y la magistratura», dijo Curval; «la verdad es que estoy encantado con los procedimientos de Duclos, que me parece una mujer encantadora, y que su historia del conde me ha puesto en un estado terrible, en un estado en el que creo que iría gustosamente al camino real a detener y asaltar una diligencia». «Hay que poner orden en todo esto, presidente», dijo el obispo; «de lo contrario no estaríamos seguros aquí, y lo menos que podrías hacer sería condenarnos a todos a la horca». «No, a vosotros no, pero no os oculto que condenaría de buena gana a estas damiselas, y principalmente a Madame la duquesa, que ahí la tenéis, echada como una ternera sobre mi canapé, y que, como tiene un poco de leche modificada en la matriz, se imagina que ya no se la puede tocar». «¡Oh!», dijo Constance, «seguramente no es de vos de quien sospecharía que mi estado puede atraerme un tal respeto; demasiado sé hasta qué punto detestáis a las mujeres embarazadas». «¡Oh!, prodigiosamente», dijo Curval, «es la verdad». Y, en su excitación, creo que iba a cometer algún sacrilegio sobre aquel hermoso vientre, cuando Duclos se apoderó de él. «Venid, venid», dijo, «señor presidente; ya que soy yo quien ha ocasionado el mal, quiero repararlo». Y pasaron juntos al saloncito del fondo, seguidos de Augustine, Hébé, Cupidon y Thérèse. No se tardó mucho en oír bramar al presidente y, pese a todos los cuidados de Duclos, la pequeña Hébé regresó hecha un mar de lágrimas; había también algo más que las lágrimas, pero todavía no nos atrevemos a decir lo que era; las circunstancias no nos lo permiten. Un poco de paciencia, amigo lector, y pronto ya no te ocultaremos nada. Una vez regresó Curval, que seguía murmurando entre dientes, diciendo que todas esas leyes hacían que uno no pudiera correrse a sus anchas, etcétera, fueron a sentarse a la mesa. Después de la cena, se encerraron para los castigos; aquella noche eran poco numerosos: solo estaban en falta Sophie, Colombe, Adélaïde y Zélamir. Durcet, cuya mente, desde el comienzo de la velada, estaba fuertemente irritada contra Adélaïde, no fue indulgente con ella; Sophie, a la que habían sorprendido llorando durante el relato de la historia del conde, fue castigada por su antiguo delito y por este; y la parejita del día, Zélamir y Colombe, fue, se dice, tratada por el duque y Curval con una severidad que lindaba con la barbarie.
El duque y Curval, extraordinariamente excitados, dijeron que no querían acostarse, hicieron servir licores, y pasaron la noche bebiendo con las cuatro historiadoras y Julie, cuyo libertinaje iba en aumento de día en día y la convertía en una criatura muy amable y que merecía ser situada en el rango de los objetos por los cuales se tenían consideraciones. Al día siguiente, los siete fueron hallados borrachos como cubas por Durcet, que fue a visitarlos; encontraron a la muchacha desnuda entre el padre y el marido, y en una actitud que no demostraba ni virtud, ni tan solo decencia en el libertinaje. Parecía, en fin, por no tener al lector en vilo, que habían disfrutado de ella los dos a la vez. Duclos, que verosímilmente había servido de suplente, estaba tirada en el suelo, completamente borracha, a su lado, y los restantes estaban amontonados entre sí, en la otra esquina, junto al gran fuego que habían procurado mantener toda la noche.