La devoción es una auténtica enfermedad del alma; por mucho que se haga, no se corrige. Más fácil de empapar el alma de los desdichados, porque los consuela, porque les ofrece unas quimeras para consolarlos de sus males, es mucho más difícil también extirparla de estas almas que de las otras. Así era la historia de Adélaïde: cuanto más se desplegaba ante sus ojos el cuadro del desenfreno y del libertinaje, más se arrojaba en los brazos de ese Dios consolador que confiaba tener un día como liberador de los males a los que veía con toda certeza que iba a arrastrarle su desdichada situación. Nadie sentía mejor su estado que ella; su mente le presagiaba con claridad todo lo que debía seguir al funesto comienzo del que ya era víctima, aunque solo ligera; comprendía a las mil maravillas que a medida que los relatos se volvieran más fuertes, los procedimientos de los hombres, respecto a sus compañeras y a ella, se volverían también más feroces. Todo ello, por mucho que pudieran decirle, le llevaba a buscar con avidez siempre que podía la compañía de su querida Sophie. Ya no se atrevía a visitarla de noche; estaban demasiado avisados, y habían puesto todo tipo de obstáculos para que tal despropósito pudiera ocurrir ahora, pero tan pronto como tenía un instante, volaba hacia ella; y esta misma mañana cuya crónica escribimos, habiéndose despertado muy pronto al lado del obispo, con quien se había acostado, había ido al dormitorio de las muchachas a departir con su querida Sophie. Durcet que, debido a las funciones de su mes, también se levantaba antes que los demás, la encontró allí, y le manifestó que no le quedaba más remedio que contarlo, y que la sociedad decidiría lo que él quisiera. Adélaïde lloró, no tenía más armas, y se resignó; la única gracia que se atrevió a pedir a su marido fue que procurara no hacer castigar a Sophie, la cual no podía ser culpable ya que era ella quien había ido a buscarla, y no Sophie la que había ido a su dormitorio. Durcet dijo que contaría el hecho tal cual era y que no disimularía nada: nada se enternece menos que un corrector que tiene el mayor interés en la corrección. Y este era el caso; nadie tan bonita para ser castigada como Sophie: ¿por qué motivo tendría que perdonarla Durcet? Se reunieron, y el financiero explicó lo ocurrido. Se trataba de una reincidencia; el presidente recordó que, cuando estaba en el tribunal, sus ingeniosos colegas pretendían que como una reincidencia demostraba que la naturaleza mandaba en un hombre con mayor fuerza que la educación y los principios, por consiguiente, al reincidir, demostraba, por así decirlo, que no era dueño de sí mismo, y había que castigarle doblemente; quiso razonar con tanta consecuencia, con tanta inteligencia como sus antiguos condiscípulos, y declaró que, por consiguiente, había que castigarlas, a ella y a su compañera, con todo el rigor de las ordenanzas. Pero como estas ordenanzas prescribían la pena de muerte para semejante caso, y tenían ganas de divertirse todavía un tiempo más con esas damas antes de llegar a tal punto, se contentaron con hacerlas venir, hacerlas arrodillarse, y leerles el artículo de la ordenanza, para que oyeran lo que acababan de arriesgar al exponerse a semejante delito. Hecho esto, se les infligió una penitencia triple de la que habían sufrido el sábado anterior; se les hizo jurar que aquello no volvería a ocurrir, se les aseguró que, si se repetía, se emplearía con ellas todo el rigor; y fueron anotadas en el libro fatal. La visita de Durcet introdujo tres nombres más: dos muchachas y un muchacho. Era el resultado de la nueva experiencia de las pequeñas indigestiones; daban muy buen resultado, pero ocurría que las pobres criaturas, incapaces de contenerse, se ponían a cada instante en el caso de tener que ser castigadas. Era la historia de Fanny y de Hébé entre las sultanas, y de Hyacinthe entre los muchachos: lo que se encontró en su orinal era enorme, y Durcet se divirtió largo rato con ello. Jamás se habían pedido tantos permisos por la mañana, y todo el mundo renegaba de la Duclos por haber revelado un secreto semejante. Pese a los muchos permisos pedidos, solo se les concedieron a Constance, Hercule, dos folladores subalternos, Augustine, Zéphire y la Desgranges. Se divirtieron un instante, y se sentaron a la mesa. «Ya ves», dijo Durcet a Curval, «el error que cometiste al dejar que tu hija fuera instruida en la religión; ahora ya no es posible hacerla renunciar a esas imbecilidades; bien te lo había dicho en su momento». «A fe mía», dijo Curval, «yo creía que conocerlas sería para ella una razón de más para detestarlas, y que con la edad se convencería de la imbecilidad de esos infames dogmas». «Lo que dices sirve para las cabezas razonables», dijo el obispo; «pero no hay que hacerse ilusiones con una criatura». «Nos veremos obligados a tomar decisiones violentas», dijo el duque, que sabía perfectamente que Adélaïde lo escuchaba. «Las tomaremos», dijo Durcet. «Yo le aseguro de antemano que si me tiene solo a mí de abogado, estará mal defendida». «¡Oh!, ya lo sé, señor», dijo Adélaïde llorando; «vuestros sentimientos hacia mí son bastante conocidos». «¿Sentimientos?», dijo Durcet. «Empiezo, mi bella esposa, por advertirte que jamás los he tenido por ninguna mujer, y menos probablemente por ti, que eres la mía, que por cualquier otra. Odio la religión así como a todos los que la practican, y, de la indiferencia que siento por ti, te prevengo que pasaré muy rápidamente a la más violenta aversión, si continuas reverenciando las infames y execrables quimeras que constituyeron en todo momento el objeto de mi desprecio. Hay que haber perdido el juicio para admitir un Dios, y haberse vuelto completamente imbécil para adorarlo. Te declaro, en una palabra, delante de tu padre y de estos señores, que no habrá violencia que no te inflija, si vuelvo a atraparte en tamaña falta. Tendrías que haberte hecho monja, para adorar a tu mamarracho de Dios; allí podrías haber rezado a tus anchas». «¡Ah!», replicó Adélaïde gimiendo, «¡monja, Dios mío!, ¡monja, ojalá lo fuera!» Y Durcet, que entonces se encontraba frente a ella, impacientado por la respuesta, le arrojó de canto un plato de plata a la cara, que la habría matado si le hubiera alcanzado en la cabeza, pues el choque fue tan violento que se dobló al dar contra la pared. «Eres una criatura insolente», dijo Curval a su hija, que, para evitar el plato, se había arrojado entre su padre y Antinoüs; «merecerías que te diera cien patadas en el vientre». Y, rechazándola con un puñetazo, le dijo: «Ve a pedir perdón de rodillas a tu marido, o vamos a hacerte sufrir inmediatamente el más cruel de los castigos». Ella corrió a arrojarse llorando a los pies de Durcet, pero este, que había empalmado vivamente al arrojar el plato, y que decía que daría 1. 000 luises por no haber errado el golpe, dijo que era preciso que hubiera inmediatamente un castigo general y ejemplar, sin menoscabo del de ese sábado; y pedía que, por esta vez, sin que sentara precedente, se despidiera a las criaturas del café, y que esta operación se hiciera a la hora en que solían divertirse después de tomar café. Todos estuvieron de acuerdo. Adélaïde y solo dos viejas, Louison y Fanchon, las más malvadas de las cuatro y las mujeres más temidas, pasaron al salón del café, donde las circunstancias nos obligan a correr un velo sobre lo que allí ocurrió. Lo indudable es que nuestros cuatro héroes se corrieron, y que se permitió a Adélaïde que fuera a acostarse. Al lector corresponde establecer su combinación, y aceptar gustoso, si le parece, que le traslademos inmediatamente a las narraciones de Duclos. Colocado cada uno de ellos junto a las esposas, a excepción del duque que, aquella noche, debía tener a Adélaïde y la hizo sustituir por Augustine, habiéndose situado, pues, todos, Duclos reanudó así el hilo de su historia:
«Un día», dijo la hermosa mujer, «en que yo sostenía ante una de mis compañeras que había visto seguramente, en materia de flagelaciones pasivas, todo lo más fuerte que era posible ver, ya que había azotado y visto azotar a hombres con espinas y con vergajos, ella me replicó: “¡Ni hablar!, para convencerte de que ni de lejos has visto lo más fuerte en este género, voy a enviarte mañana a uno de mis parroquianos”. Y habiéndome hecho avisar, al día siguiente, de la hora de la visita y del ceremonial que debía observar con el viejo recaudador, que recuerdo que se llamaba Monsieur de Grancourt, preparé todo lo necesario, y esperé a nuestro hombre; habíamos estipulado que sería yo quien se ocuparía de él. Llega y, después de encerrarnos, le digo: “Señor, me siento desolada por la noticia que tengo que daros, pero estáis preso, y ya no podéis salir de aquí. Deploro y muchísimo que el Parlamento haya puesto los ojos en mí para ejecutar vuestra detención, pero así lo ha querido, y tengo su orden en el bolsillo. La persona que os ha enviado a mi casa os ha tendido una trampa, pues sabía muy bien de qué se trataba, y sin duda habría podido evitaros esta escena. Por el resto, ya conocéis vuestro caso; es difícil salir impune de los lúgubres y espantosos crímenes que habéis cometido, y os considero muy afortunado por salir del paso a tan bajo coste”. Nuestro hombre había escuchado mi arenga con la mayor atención, y, tan pronto como hube terminado, se arrojó llorando a mis rodillas, suplicándome que le perdonara. “Ya sé”, dijo, “lo mucho que me he desmandado. He ofendido gravemente a Dios y a la Justicia; pero ya que sois vos, mi buena señora, la encargada de mi castigo, os suplico que me perdonéis”. “Señor”, le dije, “cumpliré con mi deber. ¿Acaso sabéis si no seré yo misma también examinada, y si soy dueña de entregarme a la compasión que me inspiráis? Desnudaros y comportaros con docilidad, eso es todo lo que puedo deciros”. Grancourt obedece, y, en un minuto, queda desnudo como la palma de la mano. Pero ¡Dios mío!, ¡qué cuerpo ofrecía a mi vista! Solo puedo compararlo con tafetán coloreado. No había ni un solo lugar de este cuerpo totalmente marcado que no llevara la huella de una herida. Mientras tanto yo había puesto al fuego una disciplina de hierro, muy puntiaguda, que me habían enviado por la mañana junto con las instrucciones. El arma asesina se pone al rojo vivo casi en el mismo instante en que Grancourt quedó desnudo. La empuño, y comienzo a flagelarle con ella, suavemente en un principio, después más fuerte, y a continuación con todo el vigor de mi brazo, indistintamente, desde la nuca hasta los talones, en un instante hago sangrar a mi hombre. “Sois un malvado”, le decía mientras lo golpeaba, “un bribón que ha cometido todo tipo de crímenes. Nada es sagrado para vos, y últimamente se dice que también habéis envenenado a vuestra madre”. “Es cierto, señora, es cierto”, decía masturbándose, “soy un monstruo, soy un criminal; no hay infamia que no haya cometido y que no esté dispuesto a seguir cometiendo. Ved, vuestros golpes son inútiles; no me corregiré jamás, el crimen me produce demasiada voluptuosidad; aunque me matarais seguiría cometiéndolos. El crimen es mi elemento, es mi vida, en él he vivido y en él quiero morir”. Y podéis imaginar cómo, animándome él mismo con sus palabras, incrementaba tanto mis insultos como mis golpes. Sin embargo, se le escapa un “¡joder!”: era la señal; ante esa palabra, reduplico mis esfuerzos y procuro golpearle en los lugares más sensibles. Da volteretas, salta, se me escapa, y se arroja, corriéndose, a una cuba de agua tibia preparada adrede para purificarlo de la sangrante ceremonia. ¡Oh!, por una vez, cedí a mi compañera el honor de haber visto más que yo a ese respecto, y creo que, entonces, podíamos decir con toda la razón que éramos las dos únicas de París que habíamos visto tanto, pues nuestro Grancourt no variaba jamás, y llevaba más de veinte años yendo cada tres días a casa de aquella mujer para semejante trato.
»Poco después, aquella misma amiga me dirigió a la casa de otro libertino cuya fantasía creo que os parecerá, como mínimo, tan singular. La escena transcurría en su casita, en el Roule. Me introdujeron en un dormitorio bastante oscuro, donde veo a un hombre en la cama y, en el centro de la habitación, un ataúd. “Estáis viendo”, me dice nuestro libertino “a un hombre en su lecho de muerte, y que no ha querido cerrar los ojos sin rendir una vez más homenaje al objeto de su culto. Adoro los culos, y quiero morir besando uno. Tan pronto como haya cerrado los ojos, vos misma me colocaréis en este ataúd después de haberme amortajado, y lo clavetearéis. Entra en mis intenciones morir así en el seno del placer, y ser servido hasta el último momento por el mismo objeto de mi lubricidad. Vamos”, prosigue con una voz débil y entrecortada, “daos prisa, pues me hallo en el último momento”. Me acerco, me doy la vuelta, le muestro mis nalgas. “¡Ah!, ¡qué hermoso culo!”, dijo. “¡Qué feliz me siento de llevarme a la tumba la imagen de un trasero tan bonito!” Y lo manoseaba, y lo entreabría, y lo besaba, como sí fuera el hombre más sano del mundo.
»“¡Ah!”, dijo al cabo de un instante, abandonando la tarea y volviéndose del otro lado, “¡ya sabía que no disfrutaría largo tiempo de este placer! Expiro, acordaos de lo que os he recomendado”. Y, diciendo esto, lanza un gran suspiro, se estira, y desempeña tan bien su papel que el diablo se me lleve si no lo creí muerto. No pierdo la cabeza: curiosa por ver el final de una ceremonia tan divertida, lo amortajo. Ya no se movía, y sea que tuviera un secreto para aparecer de aquel modo, sea que mi imaginación se hallara impresionada, el caso es que estaba tieso y frío como una barra de hierro; solo su polla daba algunas señales de vida, pues estaba dura y pegada a su vientre y algunas gotas de leche parecían desprenderse de ella como a su pesar. Tan pronto como lo hube envuelto en una sábana, lo levanto, y no fue nada fácil, pues su rigidez le hacía tan pesado como un buey. Finalmente lo consigo, sin embargo, y lo tiendo en su ataúd; e, inmediatamente después, comienzo a recitar un responso y a clavetearlo. Era el instante de la crisis: apenas ha oído los martillazos, grita como un loco furioso: “¡Ah!, ¡me cago en Dios, me corro! ¡Escápate, puta, escápate, pues si te cojo te mato!”. Me invade el miedo, me precipito a la escalera, donde encuentro a un lacayo hábil y al corriente de las manías de su amo, que me entrega dos luises, y que entra precipitadamente en el dormitorio del paciente para librarlo del estado en que yo lo había dejado».
«Vaya un gusto divertido», dijo Durcet. «¡Bien!, Curval, ¿eres capaz de entenderlo?» «A las mil maravillas», dijo Curval, «ese personaje es un hombre que quiere familiarizarse con la idea de la muerte, y que no ha visto mejor medio para ello que unirla con una idea libertina. Estoy completamente seguro de que ese hombre morirá sobando culos». «Lo cierto», dijo Champville, «es que es un orgulloso impío; yo lo conozco, y ya tendré ocasión de mostraros como las gasta con los más santos misterios de la religión». «Así debe ser», dijo el duque; «es un hombre que se burla de todo y quiere acostumbrarse a pensar y actuar de la misma manera en sus últimos instantes». «Por mi parte», añadió el obispo, «encuentro algo muy estimulante en esta pasión, y no os oculto que se me pone dura. Sigue, Duclos, sigue, pues siento que haría alguna tontería y hoy ya no quiero hacer más».
«Bien», dijo la hermosa mujer, «he aquí a uno menos complicado: se trata de un hombre que me ha perseguido más de cinco años seguidos por el único placer de hacerse coser el agujero del culo. Se echaba de bruces en la cama, yo me sentaba entre sus piernas, y allí, armada de una aguja y de media vara de hilo grueso encerado, le cosía exactamente todo el perímetro del ano; tenía la piel de esta parte tan endurecida, y tan habituada a las puntadas, que mi operación no le hacía brotar ni una gota de sangre. Durante todo el tiempo él mismo se masturbaba, y se corría como un condenado a la última puntada. Disipada su embriaguez, yo deshacía rápidamente mi labor y a otra cosa.
»Otro se hacía frotar con alcohol todos los lugares de su cuerpo donde la naturaleza había colocado pelos, luego yo encendía aquel licor espirituoso, que consumía al instante todos los pelos. Se corría al verse inflamado mientras yo le mostraba mi vientre, mi pubis, y el resto, pues ese tenía el mal gusto de mirar únicamente las partes delanteras».
«Pero ¿quién de vosotros, señores, ha conocido a Mirecourt, hoy presidente de la Gran Cámara, y en aquel tiempo consejero?» «Yo», contestó Curval. «Pues bien, señor», dijo Duclos, «¿sabe cuál era y cuál sigue siendo, por lo que creo, su pasión?» «No, y como pasa, o pretende pasar, por un devoto, me encantaría saberlo». «Pues bien», contestó Duclos, «quiere que le traten como un asno…» «¡Ah, diablos!», dijo el duque a Curval, «¡amigo mío, eso sí que es un gesto de Estado! Apostaría a que este hombre cree entonces que va a juzgar…» «Bueno, ¿y después?», dijo el duque. «Después, monseñor, hay que llevarlo del ronzal, pasearlo así una hora por la habitación; rebuzna, una lo monta, y tan pronto como está arriba, lo azota en todo el cuerpo con una vara como para que corra más; él obedece, y como durante este tiempo se masturba, tan pronto como eyacula, lanza unos gritos enormes, suelta una coz, y tira al suelo a la muchacha con los cuatro cascos por el aire». «¡Oh!, en tal caso», dijo el duque, «es más graciosa que lúbrica. Y dime, por favor, Duclos, ¿te dijo ese hombre si tenía algún compañero con el mismo gusto?» «Sí», dijo la amable Duclos participando ingeniosamente en la broma y, bajando de su estrado porque había terminado su tarea, le dijo: «sí, monseñor; me dijo que tenía muchos, pero que no todos querían dejarse montar». Como la sesión había terminado, quisieron hacer alguna tontería antes de cenar; el duque abrazaba estrechamente a Augustine. «No me sorprende», decía, masturbándole el clítoris y haciéndole empuñar su polla, «no me sorprende que a veces le entren tentaciones a Curval de romper el pacto y de desvirgar a alguien, pues yo siento que en este momento, por ejemplo, de buena gana mandaría al diablo el virgo de Augustine». «¿Por dónde?», dijo Curval. «A fe mía, los dos», dijo el duque; «pero hay que ser juicioso: esperando así nuestros placeres, conseguiremos que sean mucho más deliciosos. Vamos, chiquilla», continuó, «muéstrame tus nalgas, es posible que esto haga cambiar la naturaleza de mis ideas… ¡Me cago en Dios!, ¡vaya culo que tiene esta putita! Curval, ¿qué me aconsejas que haga con él?» «Follártelo», dijo Curval. «¡Ojalá!», dijo el duque. «Pero, paciencia…, ya verás como con el tiempo todo llega». «Queridísimo hermano», dijo el prelado con la voz entrecortada, «decís cosas que huelen a leche». «¡Eh!, es cierto, es que tengo unas ganas enormes de perderla». «¡Bueno!, ¿quién os lo impide?», dijo el obispo. «¡Oh!, muchas cosas», replicó el duque. «En primer lugar no hay mierda, y me gustaría que la hubiera; y además no sé: tengo ganas de muchísimas cosas». «¿Y de qué?», dijo el duque. «De una pequeña infamia a la que tengo que entregarme». Y pasando al saloncillo del fondo con Augustine, Zélamir, Cupidon, Duclos, Desgranges y Hercule, oyeron al cabo de un minuto unos gritos y unas blasfemias que demostraban que por fin el duque había conseguido calmar tanto su cabeza como sus cojones. No se sabe muy bien lo que le había hecho a Augustine, pero, pese a su amor por ella, se la vio volver llorando y con uno de sus dedos vendado. Sentimos mucho no poder explicar todavía todo eso, pero es evidente que esos señores, bajo mano y antes de que les estuviera exactamente permitido, se entregaban a unas cosas que todavía no les habían sido contadas, y en eso infringían formalmente las convenciones que habían establecido; pero, cuando una sociedad entera comete las mismas faltas, se las perdona con bastante facilidad. El duque regresó, y vio con placer que Durcet y el obispo no habían perdido el tiempo, y que Curval, entre los brazos de Brise-cul, hacía deliciosamente todo lo que se puede hacer con todos los objetos voluptuosos que había podido congregar a su alrededor. Sirvieron la cena. Las orgías como siempre; y fueron a acostarse. Por muy lisiada que estuviera Adélaïde, el duque, que debía tenerla aquella noche, la quiso, y, como de las orgías había vuelto tan borracho como de costumbre, se dijo que no le había dispensado de nada. En fin, la noche pasó como todas las anteriores, es decir, en el seno del delirio y del desenfreno; y cuando llegó la dorada Aurora, como dicen los poetas, a abrir las puertas del palacio de Apolo, este dios, también él bastante libertino, solo subió a su carro de azur para iluminar nuevas lujurias.