«¡Cómo se puede bramar, cómo se puede aullar como lo haces tú al correrte!», le dijo el duque a Curval, al verlo en la mañana del 23. «¿A quién diablos tenías para gritar de esa manera? Jamás he visto correrse a nadie con tal violencia». «¡Ah!, pardiez», dijo Curval, «¡y eres tú, a quien se oye desde una legua, quien me dirige semejante reproche! Esos gritos, amigo mío, vienen de la extrema sensibilidad de la organización: los objetos de nuestras pasiones comunican una conmoción tan viva al fluido eléctrico que corre por nuestros nervios, el choque recibido por los espíritus animales que componen este fluido es de tal grado de violencia, que toda la máquina se estremece, y uno es tan poco dueño de retener sus gritos ante las terribles sacudidas del placer como lo sería ante las poderosas emociones del dolor». «Vaya, lo has definido muy bien. Pero ¿cuál era el delicado objeto que ponía de tal modo en vibración tus espíritus animales?» «Chupaba violentamente la polla, la boca y el agujero del culo de Adonis, mi compañero de cama, desesperado por no poder hacerle todavía nada más, y esto mientras Antinoüs, ayudado por tu querida hija Julie, trabajaba, cada cual en su estilo, en hacer evacuar este licor cuya salida ha ocasionado los gritos que han herido tus oídos». «Así que hoy», continuó el duque, «estás reventado». «En absoluto», dijo Curval; «si te dignas seguirme y me haces el honor de observarme, verás que, por lo menos, me portaré tan bien como tú». Así conversaban, cuando Durcet vino a decirles que el desayuno estaba servido. Pasaron al apartamento de las muchachas, donde vieron a las ocho encantadoras sultanitas desnudas presentar unas tazas de café. Entonces el duque preguntó a Durcet, el director del mes, por qué solo café aquella mañana. «Será con leche cuando queráis», dijo el financiero. «¿La deseáis?» «Sí», dijo el duque. «Augustine», dijo el duque, «sirve leche al señor duque». Entonces la muchacha, ya preparada, colocó su bonito culito sobre la taza del duque, y soltó por su ano tres o cuatro cucharadas de una leche muy clara y nada sucia. Se rieron mucho de la broma, y todos pidieron leche. Todos los culos estaban preparados como el de Augustine: era una agradable sorpresa que el director de los placeres del mes quería dar a sus amigos. Fanny la soltó en la taza del obispo, Zelmire en la de Curval y Michette en la del financiero; tomaron una segunda taza y las otras cuatro sultanas efectuaron en las nuevas tazas, la misma operación que sus compañeras habían hecho en las anteriores. Todos encontraron la broma estupenda; calentó la cabeza del obispo, que quiso otra cosa que leche, y la bella Sophie lo satisfizo. Aunque todas tuvieron ganas de cagar, se les había recomendado especialmente que se retuvieran en el ejercicio de la leche, y que la primera vez no dieran otra cosa que leche. Pasaron a los muchachos: Curval hizo cagar a Zélamir y el duque a Giton. Los retretes de la capilla solo ofrecieron dos folladores subalternos, Constance y Rosette [sic]; era una de aquellas con las que habían probado la víspera la historia de las indigestiones; le había costado un esfuerzo espantoso contenerse en el café, y soltó, entonces, el más soberbio zurullo imaginable. Felicitaron a Duclos por su secreto, y, a partir de entonces, lo utilizaron todos los días, con el mayor éxito. La broma del desayuno animó la conversación de la comida y llevó a imaginar, en el mismo género, unas cosas de las que quizá tendremos ocasión de hablar a continuación. Pasaron al café, servido por cuatro jóvenes sujetos de la misma edad: Zelmire, Augustine, Zéphire y Adonis, los cuatro de quince años. El duque folló a Augustine entre los muslos cosquilleándole el ano; Curval hizo lo mismo a Zelmire, el duque [sic] a Zéphire, y el financiero se folló a Adonis en la boca. Augustine dijo que esperaba que la hicieran cagar, porque ya no podía aguantar más: era también una de aquellas con las que se habían probado las indigestiones de la víspera. Curval le ofreció el morro, al instante, y la encantadora chiquilla depositó en él un zurullo monstruoso que el presidente se tragó en tres bocados, no sin perder en manos de Fanchon, que le hacía una paja, un abundante río de leche. «¡Bien!», dijo al duque, «ya veis que los excesos de la noche no perjudican para nada el placer del día, ¡y os veo un poco rezagado, señor duque!» «No será por mucho tiempo», dijo este, a quien Zelmire, no menos apresurada, prestaba el mismo servicio que Augustine acababa de prestar a Curval. Y en el mismo instante el duque se echa hacia atrás, lanza gritos, come la mierda, y se corre como un loco furioso. «Ya basta», dijo el obispo; «que por lo menos dos de nosotros conserven sus fuerzas para los relatos». Durcet, que no disponía, como aquellos dos señores, de leche a su voluntad, asintió con todo su corazón, y, después de una breve siesta, fueron a instalarse en el salón, donde la interesante Duclos reanudó en los términos siguientes el hilo de su brillante y lasciva historia:
«¿Cómo es posible, señores», dijo la hermosa mujer, «que haya personas en el mundo a quienes el libertinaje haya embotado hasta tal punto el corazón, embrutecido hasta tal punto todos los sentimientos de honor y de delicadeza, que únicamente se les vea complacerse y divertirse con lo que les degrada y envilece? Diríase que su placer solo se encuentra en el seno del oprobio, que solo puede existir para ellos en lo que les acerca al deshonor y a la infamia. En lo que voy a contaros, señores, en los diferentes ejemplos que os presentaré como prueba de mi afirmación, no me aleguéis la sensación física; sé que interviene, pero estad perfectamente seguros de que solo existe en cierto modo por el poderoso apoyo que le da la sensación moral, y que, si ofreciérais a esas personas la misma sensación física sin añadir todo lo que ellos sacan de la moral, no conseguiríais conmoverlas.
»Venía con frecuencia a mi casa un hombre cuyo nombre y calidad ignoraba, pero del que, sin embargo, sabía con toda certeza que era un hombre importante. El tipo de mujer con quien lo juntara le daba exactamente igual: hermosa o fea, vieja o joven, todo le era indiferente; valoraba únicamente que desempeñara bien su papel, y he aquí de qué se trataba. Llegaba habitualmente por la mañana, se metía como por equivocación en una habitación donde se encontraba una muchacha en la cama, arremangada hasta la mitad del vientre y en la actitud de una mujer que se masturba. Tan pronto como lo veía entrar, la mujer, fingiéndose sorprendida, saltaba inmediatamente de la cama. “¿Qué vienes a hacer aquí, malvado?”, le decía ella: “¿quién te ha dado, tunante, permiso para estorbarme?”. Él pedía excusas, no le escuchaban, y castigándole con un nuevo diluvio de los más duros y escocedores insultos, ella caía sobre él con grandes puntapiés en el culo, y le era tanto más difícil errar el golpe en la medida en que el paciente, lejos de evitarle, jamás dejaba de volverse y presentar el trasero, aunque tuviera el aire de evitarlo y de intentar huir. Se incrementaban los golpes, él pedía perdón; golpes e insultos eran todas las respuestas que recibía; y, cuando se sentía suficientemente excitado, sacaba inmediatamente su polla de unos calzones que, hasta entonces, había mantenido cuidadosamente abrochados, y, meneándosela ligeramente con tres o cuatro golpes de muñeca, se corría escapándose, mientras proseguían las invectivas y los golpes.
»El segundo, o más duro, o más acostumbrado a esta especie de ejercicio, solo quería actuar con un mozo de cuerda o con un ganapán que contaba su dinero. El libertino entraba furtivamente, el patán gritaba: “¡Al ladrón!”; a partir de ese momento, igual que en el otro caso, caían los golpes y los insultos, pero con la diferencia de que este, manteniendo siempre sus calzones bajados, quería recibir de lleno en el centro de las nalgas desnudas los golpes que le soltaban, y era preciso que el agresor calzara un grueso zapato con clavos lleno de lodo. En el momento de correrse, este no se iba; de pie, con los calzones caídos, en el centro de la habitación, masturbándose con todas sus fuerzas, desafiaba los golpes de su enemigo, y, en el último instante, lo retaba a hacerle pedir cuartel, insultándolo a su vez y jurando que se moría de placer. Cuanto más vil era el hombre que le daba, cuanto más pertenecía a la hez del pueblo, cuanto más grosero y sucio era su calzado, más lo colmaba de voluptuosidad; había que poner a estos refinamientos las mismas atenciones que habría que utilizar con otro hombre para pintar y embellecer a una mujer.
»Un tercero quería encontrarse en lo que se llama, en un prostíbulo, el salón, en el momento en que dos hombres, pagados y aleccionados para ello, iniciaban una pelea. Se volvían contra él, pedía perdón, se arrodillaba, no le atendían, y uno de los dos campeones se arrojaba inmediatamente sobre él y le perseguía a garrotazos hasta la entrada de una habitación preparada y por donde se escapaba; allí lo recibía una prostituta, lo consolaba, lo acariciaba como se haría con una criatura que acude a quejarse, ella se levantaba las faldas, le mostraba el trasero, y el libertino se corría encima.
»El cuarto exigía los mismos preliminares, pero, así que los garrotazos comenzaban a llover sobre su espalda, se masturbaba delante de todo el mundo. Entonces se suspendía por un instante la última operación, aunque los garrotazos y las invectivas siguieran diluviando, y después, cuando lo veían animarse, y su leche estaba a punto de salir, abrían una ventana, lo cogían por la cintura y lo arrojaban al otro lado sobre un muladar preparado adrede, lo que significaba una caída desde una altura aproximada de seis pies. Era el momento en que se corría; su moral estaba excitada por los preparativos anteriores, y su físico alcanzaba el mismo estado con el impulso de la caída, y su leche siempre manaba sobre el muladar. Ya no volvía a vérsele; abajo había una puertecita de cuya llave disponía, y desaparecía inmediatamente.
»Un hombre, pagado para hacer el papel de camorrista, entraba bruscamente en la habitación donde el hombre que nos ofrece el quinto ejemplo estaba encerrado con una prostituta, cuyo trasero besaba en espera de la ejecución. El camorrista, asaltando al cliente, le preguntaba con insolencia, derribando la puerta, con qué derecho tenía así a su querida, y después, llevando la mano a la espada, le decía que se defendiera. El cliente, confusísimo, caía de rodillas, pedía perdón, besaba el suelo, besaba los pies de su enemigo, y le juraba que podía recuperar a su querida y que él no tenía ganas de batirse por una mujer. El camorrista, envalentonado por las debilidades de su adversario, se volvía mucho más imperioso: trataba a su enemigo de cobarde, de capón, de mamarracho, y lo amenazaba con rajarle la cara con la hoja de su espada. Y cuanto más malvado se ponía uno, más se humillaba inmediatamente el otro. Al fin, después de unos instantes de discusión, el asaltante ofrecía un arreglo a su enemigo: “Ya veo que eres un capón”, le decía; “te perdono, pero a condición de que me beses el culo”. “¡Oh!, señor, todo lo que queráis”, decía el otro, encantado. “Os lo besaré aunque esté lleno de mierda, si queréis, con tal de que no me hagáis ningún daño”. El camorrista, refunfuñando, exponía al instante su trasero; el contentísimo cliente se arrojaba encima con entusiasmo y, mientras el joven le soltaba una media docena de pedos en las narices, el viejo verde, en el colmo de su alegría, derramaba su leche muriendo de placer».
«Todos estos excesos se conciben», dijo Durcet tartamudeando (porque al pequeño libertino se le empinaba con el relato de esas marranadas). «Nada más simple que amar el envilecimiento y encontrar goces en el desprecio. El que ama con ardor las cosas que deshonran descubre placer en serlo y debe empalmar cuando se le dice que lo es. La bajeza es un goce muy familiar a ciertos espíritus; uno gusta de escuchar lo que se complace en merecer, y es imposible saber hasta dónde puede llegar en esto el hombre que ya no se sonroja de nada. Es lo mismo que la historia de determinados enfermos que se complacen de su cacoquimia». «Todo esto depende del cinismo», dijo Curval sobando las nalgas de Fanchon: «¿quién no sabe que el mismo castigo produce entusiasmos? ¿Y no hemos visto ponérsela tiesa a alguien en el momento en que se le deshonraba públicamente? Todo el mundo conoce la historia del marqués de ***, el cual, en cuanto se le comunicó la sentencia que le condenaba a ser quemado en efigie, sacó la polla de los calzones y exclamó: “¡Me cago en Dios!, he llegado al punto que quería, ya estoy cubierto de oprobio y de infamia: dejadme, dejadme, ¡tengo que correrme!”. Y lo hizo en aquel mismo instante». «Son hechos reales», dijo a eso el duque; «pero explicadme la causa». «Está en nuestro corazón», replicó Curval. «Una vez que el hombre se ha degradado, se ha envilecido por los excesos, ha hecho que su espíritu adopte una especie de inclinación viciosa de la que ya nada puede sacarle. En cualquier otro caso, la vergüenza serviría de contrapeso a los vicios a los que su espíritu le aconsejaría entregarse; pero en este ya no es posible: es el primer sentimiento que ha extinguido, es el primero que ha expulsado lejos de sí; y del estado en que se encuentra, de no sonrojarse, al de amar todo lo que le haría sonrojarse, no hay más que un paso. Todo lo que le afectaba desagradablemente, al encontrar un alma preparada diferentemente, se metamorfosea en placer, y, a partir de ese momento, todo lo que recuerde el nuevo estado que se adopta solo puede ser voluptuoso». «Pero ¡cuánto camino hay que haber recorrido en el vicio para llegar ahí!», dijo el obispo. «De acuerdo», dijo Curval; «pero este camino se recorre imperceptiblemente, es un camino de flores; un exceso lleva al otro; la imaginación, siempre insaciable, no tarda en llevarnos al último jalón, y, como solo ha recorrido su carrera endureciendo el corazón, en cuanto ha llegado a la meta, ese corazón, que contenía anteriormente algunas virtudes, ya no reconoce ninguna. Acostumbrado a las cosas más intensas, aleja prontamente las primeras impresiones blandas y desprovistas de dulzura que le habían embriagado hasta entonces, y como percibe perfectamente que la infamia y el deshonor serán la consecuencia de sus nuevos impulsos, para no tener que temerlos, comienza por familiarizarse con ellos. Basta con que los haya acariciado para amarlos, porque corresponden a la naturaleza de sus nuevas conquistas, y ya no cambia». «Así que esto es lo que hace tan difícil la corrección», dijo el obispo. «Decid mejor imposible, amigo mío, ¿y cómo los castigos infligidos al que queréis corregir conseguirían convertirlo, si, a excepción de unas pocas privaciones, el estado de envilecimiento que caracteriza a aquel en que le situáis al castigarlo, le gusta, lo divierte, lo deleita, y disfruta interiormente por haber ido tan lejos como para merecer ser tratado de esta manera?» «¡Oh! ¡Qué enigma es el hombre!», dijo el duque. «Sí, amigo mío», dijo Curval. «Y esto es lo que llevó a decir a un hombre muy inteligente que era mejor joderlo que comprenderlo». Y como la cena vino a interrumpir a nuestros interlocutores, se sentaron a la mesa sin haber hecho nada en toda la velada. Pero Curval, en los postres, empalmando como un condenado, manifestó que quería romper un virgo, aunque tuviera que pagar veinte multas, y apoderándose inmediatamente de Zelmire que le estaba destinado, iba a arrastrarla al saloncito, cuando los tres amigos, cerrándole el paso, le suplicaron que se sometiera a lo que él mismo había prescrito, y ya que ellos, que tenían por lo menos tantas ganas de infringir estas leyes, se sometían sin embargo a ellas, él debía imitarlos como mínimo por amabilidad. Y como habían ido inmediatamente a buscar a Julie, que a él le gustaba, esta se apoderó de él, junto con la Champville y Brise-cul, y pasaron los tres al salón, donde los restantes amigos, uniéndose pronto a ellos para iniciar las orgías, les encontraron enzarzados, y a Curval soltando por fin su leche, en medio de las más lúbricas posturas y de los episodios más libertinos. Durcet, en las orgías, se hizo asestar doscientos o trescientos puntapiés en el culo por las viejas; el obispo, el duque y Curval por los folladores; y nadie, antes de ir a acostarse, quedó exento de perder más o menos leche, de acuerdo con la facultad que para ello había recibido de la naturaleza. Como temían alguna reaparición de la fantasía desfloradora que Curval acababa de anunciar, hicieron acostar prudentemente a las viejas en el dormitorio de las muchachas y de los muchachos. Pero esta precaución no fue necesaria, y Julie, que se encargó de él toda la noche, lo devolvió tan suave como un guante el día siguiente a la sociedad.